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miércoles, 2 de enero de 2013

24.- WORLD WAR Z - ISLA ROBBEN, PROVINCIA DEL CABO, ESTADOS UNIDOS DE SUDÁFRICA


[Xolelwa Azania me recibe tras su escritorio, ofreciéndome su lugar para que pueda disfrutar de la brisa marina que entra por su ventana. Se disculpa por el “desorden” e insiste en organizar las notas que cubren su escritorio antes de que continuemos. El señor Azania vá por la mitad del tercer volumen de El Puño del Arco Iris: Sudáfrica en Guerra. Dicho volumen trata precisamente del tema que nos ocupa, el momento en que empezamos a enfrentar a los muertos vivientes, el momento en el que su país se salvó de caer al precipicio.]

Desapasionado, una palabra bastante mundana para describir a uno de los personajes más controversiales de la historia. Algunos lo adoran como su salvador, y otros lo detestan como a un monstruo, pero si uno llegó a conocer a Paul Redeker, si alguna vez discutió con él su visión del mundo y los problemas, o mejor aún, las soluciones a los problemas que lo aquejan, probablemente la palabra que más se acomodaba a la impresión que uno se llevaba era desapasionado.

Paul siempre creyó, bueno, quizá no siempre, pero al menos sí en su vida adulta, que la falla fundamental de la humanidad eran sus emociones. Él solía decir que el corazón sólo debía existir para bombearle sangre al cerebro, y que cualquier otra cosa era un desperdicio de tiempo y de energía. Sus ensayos de la Universidad, todos dedicados a “soluciones alternativas” a los problemas sociales de la historia, fueron lo que le ganó por primera vez la atención del gobierno del apartheid. Muchos psicobiógrafos han tratado de calificarlo de racista, pero, en sus propias palabras, “el racismo es un lamentable subproducto de un pensamiento irracional.” Otros han discutido que para que un racista odie a un grupo, al menos debe amar a otro. Redeker creía que tanto el amor como el odio eran irrelevantes. Para él, eran “impedimentos de la condición humana,” y, otra vez en sus propias palabras, “imagínese lo que podríamos lograr si tan sólo la raza humana pudiese desechar su humanidad.” ¿Malvado? Muchos lo calificaron así, mientras que otros, particularmente esa pequeña elite que manejaba el poder en Pretoria, decían que era “una fuente invaluable de intelecto liberal.” 

Fue al principio de los años 80s, una época crítica para el gobierno del apartheid. El país descansaba en un lecho de espinas. Teníamos el ANC, teníamos el Partido Libertador Inkatha, y hasta los elementos de extrema derecha de los afrikáners, que lo que más deseaban era una revolución abierta para iniciar un exterminio racial. En todas sus fronteras, Sudáfrica sólo limitaba con naciones hostiles, y en el caso de Angola, enfrentaba una guerra civil apoyada por los soviéticos y peleada por los cubanos. Súmele a eso un aislamiento de casi todas las democracias occidentales (lo que también incluía un embargo de armas) y verá que no era ninguna sorpresa que los de Pretoria estuviesen buscando un plan para poder sobrevivir. 

Por eso solicitaron la ayuda del señor Redeker, para revisar y actualizar el ultra secreto “Plan Naranja.” El “naranja” había sido creado desde que el gobierno del apartheid había subido al poder por primera vez, en 1948. Era el plan de acción para el fin del mundo según la minoría blanca del país, un plan para lidiar con un eventual levantamiento hostil de toda la población de nativos africanos. A lo largo de los años había sido actualizado con nuevas estrategias según el desarrollo de la región. Con cada década, la situación se había vuelto más difícil. Con las declaraciones de independencia de los estados vecinos y el creciente clamor de libertad de sus propios pobladores, la gente de Pretoria se dio cuenta de que un enfrentamiento no sólo significaría el fin del gobierno afrikáner, sino la muerte para los afrikáners mismos. 

Ahí fue cuando entró Redeker. Su revisión del Plan Naranja, terminada justo a tiempo en 1984, era la mejor estrategia de supervivencia para el pueblo afrikáner. No ignoró ninguna variable. Índices de población, terreno, recursos, logística… Redeker no sólo actualizó el plan para incluir el programa de armas químicas de Cuba y la capacidad nuclear de su propio país, sino que también, y esto fue lo que hizo del “Naranja Ochenta y Cuatro” tan importante históricamente, incluyó la decisión de cuáles afrikáners serían salvados y cuáles debían ser sacrificados. 

¿Sacrificados? 

Redeker creía que el tratar de salvar a todo el mundo llevaría los recursos del gobierno hasta su punto de quiebre, y eso condenaría a toda la población. Lo comparó con unos sobrevivientes de un naufragio que hacen volcar un bote salvavidas porque no hay espacio suficiente para todos. Redeker ya había calculado quiénes debían “subir a bordo.” Consideró niveles de ingreso, CI, fertilidad, y toda una lista de “cualidades deseables,” incluyendo la ubicación del sujeto respecto a una posible zona de crisis. “La primera víctima del conflicto deben ser nuestros propios sentimientos,” fue la última frase de su propuesta, “porque su supervivencia será la causa de nuestra destrucción.”

El Naranja Ochenta y Cuatro era un plan brillante. Era claro, lógico, eficiente, y convirtió a Paul Redeker en uno de los hombres más odiados de Sudáfrica. Sus principales enemigos fueron algunos de los afrikáners más radicales, los ideólogos raciales y los extremistas religiosos. Después, tras la caída del apartheid, su nombre comenzó a circular entre la población en general. Por supuesto, fue invitado a asistir a los encuentros de “Verdad y Reconciliación,” y por supuesto rechazó las invitaciones. “No voy a fingir que tengo un corazón sólo para salvar mi pellejo,” declaró él públicamente, añadiendo, “Sin importar lo que haga, estoy seguro de que ellos vendrán a buscarme.” 

Y lo hicieron, aunque seguramente no fue de la forma en que Redeker se lo esperaba. Fue durante nuestro propio Gran Pánico, que empezó varias semanas antes que el de ustedes. Redeker estaba encerrado en su cabaña de Drakensberg, la cual había comprado con sus ganancias como asesor de finanzas. Le gustaban las finanzas, ya sabe. “Un solo objetivo, y sin alma,” solía decir él. No se sorprendió cuando la explosión arrancó la puerta de sus bisagras y los agentes de la Agencia Nacional de Inteligencia entraron corriendo. Verificaron su nombre, su identidad, y sus acciones pasadas. Le preguntaron sin más ceremonia si él había sido el autor del Naranja Ochenta y Cuatro. Les respondió sin emoción, por supuesto. Él había esperado, y aceptado, aquella intromisión como un último acto de venganza; el mundo se iba a ir al infierno de todas maneras, así que por qué no despacharse primero a algunos “demonios del apartheid.” Lo que nunca se imaginó era que los agentes de la ANI iban a bajar sus armas y a quitarse las máscaras. Eran de todos los colores: negros, asiáticos, mestizos, y hasta un blanco, un afrikáner enorme que fue el primero en adelantarse, y sin decirle ni su nombre ni su rango, preguntó de repente…“Tú tienes un plan para esto, amigo, ¿no es cierto?” 

En efecto, Redeker había estado trabajando en su propia solución para la epidemia de los muertos vivientes. ¿Qué otra cosa podía hacer en aquel escondite aislado? Lo había hecho como un ejercicio intelectual; pensaba que de todas maneras no quedaría nadie vivo para leerlo. No le había puesto nombre, como explicó después “porque los nombres sólo existen para distinguir unas cosas de otras,” y hasta aquel momento, no existía ningún otro plan como el suyo. Una vez más, Redeker había considerado todas las variables posibles, no sólo la situación estratégica del país, sino también la psicología, comportamiento, y la “doctrina de combate” de los muertos vivientes. Aunque uno puede encontrar los detalles del “Plan Redeker” en cualquier biblioteca pública del mundo, estos son algunos de los principios fundamentales que él les expuso: 

Primero que todo, no había manera de salvar a todo el mundo. La epidemia ya estaba fuera de control. Las fuerzas armadas habían sido demasiado debilitadas como para contener la amenaza de forma efectiva, y dispersas como estaban por todo el país, sólo se debilitarían más con cada día. Nuestras fuerzas debían ser consolidadas, reunidas en una “zona segura,” la cual, idealmente, debía estar aislada por algún obstáculo natural como montañas, ríos, o incluso en una isla en alta mar. Una vez concentradas en esa zona, las fuerzas armadas podrían dedicarse a erradicar la infestación dentro de sus límites y luego usar todos los recursos disponibles para defenderla de futuros ataques de los muertos vivientes. Esa era la primera parte del plan, y tenía tanto sentido como cualquier otra retirada militar.

La segunda parte del plan tenía que ver con la evacuación de los civiles, y no podría haber sido diseñada por nadie más que Redeker. En su mente, sólo una pequeña parte de la población podía ser evacuada hacia esa zona segura. Esas personas serían salvadas no sólo para proveer la fuerza laboral para la eventual recuperación tras la guerra, sino también para preservar la legitimidad y estabilidad del gobierno, para probarles a los que ya estaban en la zona, que el gobierno estaba “cuidando de su gente.” 

Había otra razón para realizar esta evacuación parcial, una razón absolutamente lógica e inherentemente oscura que, como muchos creen, le aseguró a Redeker un puesto en el pedestal más alto del panteón del infierno. Las personas que iban a ser abandonadas debían llevarse a “zonas aisladas” especiales. Serían usadas como “carnada humana,” distrayendo a los muertos vivientes y evitando que siguieran al ejército hacia la zona segura. Redeker sostuvo que estos refugiados, aislados y sanos, debían mantenerse vivos, bien defendidos, e incluso bien abastecidos de ser posible, para mantener las hordas de muertos vivientes distraídas en un solo lugar. ¿Alcanza a ver la genialidad, el horror? Esas personas serían mantenidas como prisioneros porque “cada zombie que aceche a esos sobrevivientes, será un zombie menos atacando nuestras defensas.” Ese fue el momento en que el agente afrikáner miró a Redeker, se persignó, y dijo, “que Dios se apiade de ti.” Otro dijo, “que Dios se apiade de todos nosotros.” Era el negro que parecía estar a cargo de la operación. “Ahora vamos a sacarlo de aquí.” 

En pocos minutos iban en helicóptero rumbo hacia Kimberley, la misma base subterránea en la que Redeker había escrito el Naranja Ochenta y Cuatro. Fue llevado a toda prisa a una reunión de los miembros sobrevivientes del gabinete presidencial, donde su informe fue leído en voz alta. Debería haber escuchado aquel escándalo, y la voz más fuerte era la del Ministro de la Defensa. Era un zulú, un hombre violento que habría preferido estar luchando en las calles, y no escondiéndose en un búnker. El vicepresidente estaba más preocupado por el posible efecto en las relaciones públicas. No quería ni imaginarse el problema que enfrentarían si los detalles de aquel plan llegaban a saberse entre el público en general. 

El presidente se sentía como si Redeker lo hubiese insultado personalmente. Literalmente agarró del cuello al Ministro de Seguridad Interior y exigió saber por qué habían llevado allí a aquel criminal de guerra del apartheid. 

El ministro alegó que no sabía por qué estaban todos tan enojados, especialmente porque la orden de buscar a Redeker había salido desde la presidencia. 

El presidente levantó las manos y gritó que él nunca había dado tal orden, y entonces, desde algún lugar en el salón, una suave voz dijo, “yo la dí.”

Había estado sentado contra la pared del fondo; ahora estaba de pié, aunque encorvado por la edad y apoyado en dos bastones, pero con un espíritu tan fuerte y vital como siempre lo había tenido. El anciano estadista, el padre de nuestra nueva democracia, el hombre cuyo nombre en su lengua natal había sido Rolihlahla, y que algunos traducían simplemente como “El Alborotador.” Cuando se paró, todos los demás se sentaron, todos excepto Paul Redeker. El anciano lo miró fijamente, sonrió con esa cálida sonrisa tan conocida en todo el mundo, y dijo, “Molo, mhlobo wam.” “Saludos, hombre de mi tierra.” Se acercó lentamente a Paul, de espaldas a todos los gobernantes de Sudáfrica, tomó las hojas de las manos del afrikáner y dijo con una voz que de repente sonó viva y juvenil, “Este plan salvará a nuestra gente.” Luego, señalando a Paul, dijo, “Este hombre salvará a nuestra gente.” Y luego llegó ese momento, el momento que los historiadores discutirán hasta que el asunto desaparezca de nuestra memoria. Abrazó al afrikáner. Para cualquier observador, aquel era sólo uno de sus famosos abrazos de oso, pero para Paul Redeker… Yo sé que la mayoría de los psicobiógrafos siguen presentándolo como un hombre desalmado. Esa es la idea más aceptada. Paul Redeker: sin sentimientos, sin compasión, sin corazón. Pero uno de nuestros autores más respetados, un biógrafo y buen amigo de Biko, sostiene que Redeker era en realidad un hombre muy sensible, de hecho, dice que era demasiado sensible como para haber vivido en la Sudáfrica del apartheid. Él insiste que la lucha de Redeker contra las emociones era la única forma que tenía de mantener su cordura frente a todo el odio y la brutalidad que veía todos los días. No se sabe casi nada de la niñez de Redeker, si acaso conoció a sus padres, o fue criado por el estado, si acaso tenía amigos o fue amado por alguien. Aquellos que trabajamos con él, no recordamos haberlo visto nunca en ningún tipo de relación social, ni expresando físicamente ningún tipo de emoción. El abrazo del padre de nuestra nación, esa emoción genuina atravesando su armadura impenetrable… 

[Azania sonríe nostálgicamente.] 

Quizá todo esto es demasiado sentimentalismo. Quizá sí era un monstruo sin corazón, y el abrazo del anciano no tuvo ningún efecto. Pero puedo decirle que ese fue el último día que vieron a Paul Redeker. Incluso hasta hoy, nadie sabe qué pasó con él en realidad. Ahí es cuando entro yo en la historia, en esas caóticas semanas en que el Plan Redeker fue implementado en todo el país. Tuve que esforzarme para convencerlos, pero cuando por fin aceptaron que yo había trabajado por muchos años junto a Paul Redeker, y, lo más importante, que entendía su forma de pensar mucho mejor que cualquier persona viva en Sudáfrica, ¿cómo iban a rechazarme? Trabajé en el plan de retirada, y después, durante los meses de la consolidación y hasta el final de la guerra. Al menos mis servicios fueron bien apreciados, de lo contrario, ¿por qué me habrían asignado un retiro tan lujoso? 

[Sonríe.] 

Paul Redeker, un ángel y un demonio. Algunos lo odian, otros lo adoran. ¿Yo? Yo sólo le tengo lástima. Si todavía está vivo, en alguna parte, espero sinceramente que haya encontrado la paz. 

[Después de un abrazo de despedida con mi anfitrión, soy escoltado hacia el ferry que me llevará al continente. Me asombra la seguridad que veo mientras devuelvo mi escarapela de visitante. Un enorme guardia afrikáner me fotografía de nuevo. “Tenemos que ser muy cuidadosos, amigo,” me dice, entregándome mi pluma. “Mucha gente allá afuera quiere mandarlo directo al infierno.” Firmo al lado de mi nombre, bajo un encabezado que dice: Instituto Psiquiátrico de Robben Island. Nombre del paciente que vino a visitar: Paul Redeker.]

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