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miércoles, 2 de enero de 2013

56.- WORLD WAR Z - PUERTO DE BRIDGETOWN, BARBADOS, FEDERACIÓN DE LAS INDIAS ORIENTALES

[El bar está vacío. Casi todos los clientes se han ido por su propia voluntad, o han sido sacados por la policía. Los empleados del último turno recogen las sillas rotas, los vasos quebrados, y limpian la sangre del piso. En una equina, un sudafricano canta una emotiva y alcoholizada versión de “Asimbonaga” de Jhonny Clegg. T. Sean Collins tararea algunos de los versos, vacía de un trago su vaso de ron, y rápidamente pide otro.] 

Soy un adicto a matar, y es la manera más elegante en que puedo decirlo. Quizá me diga que técnicamente no es así, que como ya están muertos, en realidad no los estoy matando. Pura mierda; es asesinato, y es más emocionante que cualquier cosa. Seguro, puedo hablar mal de todos esos mercenarios de antes de la guerra, los veteranos de Nam y los Ángeles del Infierno, pero ahora yo soy igual que ellos, no soy distinto de esos soldados que nunca regresaron a casa, aún cuando sus cuerpos sí volvieron, ni de esos brutos de la Segunda Guerra que cambiaron sus Mustangs por Jeeps. Matar es un vuelo tan increíble, te mantiene tan arriba todo el tiempo, que hacer cualquier otra cosa se siente como estar muerto. 

Traté de reintegrarme, asentarme, conseguir amigos, un trabajo, y de hacer mi parte para que los Estados Unidos se levantaran. Pero estaba muerto, no podía pensar en otra cosa más que en matar. Comenzaba a mirar los cuellos de las personas, sus cabezas. Me ponía a pensar: “Vaya, ese tipo debe tener un hueso frontal duro, tengo que clavarlo a través del ojo,” o “con un golpe fuerte en la nuca, esa vieja cae de una.” Y cuando el nuevo presidente, “El Loco” —Jesús, ¿quién soy yo para decirle así a otra persona?— cuando lo escuché hablar en una reunión, pensé en más de cincuenta formas de asesinarlo en el estrado. Ahí fue cuando decidí retirarme, por mi propio bien y por el de los demás. Sabía que algún día llegaría a mi límite, que me emborracharía, me metería en una pelea, perdería el control. Sabía que cuando comenzara, no sería capaz de parar, así que mejor me despedí y me uní a los Impisi, un grupo con el mismo nombre que las Fuerzas Especiales Sudafricanas. Impisi: es “hiena” en zulú, los que se encargan de los muertos. 

Somos una organización privada, nada de reglas ni de ceremonias, por eso me gustaron más que el trabajo con la ONU. Decidimos nuestros horarios, y escogemos nuestras propias armas.

[Me señala algo a su lado, un instrumento que parece un bate de cricket, metálico y con un borde afilado.]

“Pouwhenua” —Me lo regaló un maorí que jugaba para los All Blacks antes de la guerra. Unos jodidos animales esos maoríes. En la batalla de One Tree Hill, quinientos de ellos se enfrentaron a la mitad de los zombies de Auckland. El pouwhenua es un arma difícil de usar, y eso que ésta es de metal y no de madera. Pero esa es otra de las ventajas de ser un soldado de la fortuna. ¿Qué tiene de emocionante tirar de un gatillo? Es mejor que sea difícil, peligroso, y entre más Gs haya que enfrentar, mucho mejor. Por supuesto, tarde o temprano ya no van a quedar más. Y cuando eso pase… 

[En ese momento, el Imfingo hace sonar la sirena de partida.] 

Yo me voy en ese. 

[T. Sean le hace una señal al mesero, y deja un rand plateado sobre la mesa.] 

Todavía tengo esperanza. Suena a locura, pero uno nunca sabe. Por eso ahorro casi todos mis pagos en lugar de invertirlos en alguna parte o derrocharlos en quién sabe qué. Puede pasar, que uno logre quitarse por fin ese mono de la espalda. Un amigo canadiense, “Mackee” MacDonald, después de limpiar la Isla Baffin decidió que ya había tenido suficiente. Escuché que ahora vive en Grecia, en un monasterio o algo así. Puede pasar. Quizá todavía haya una vida para mí, esperándome allá afuera. Bueno, ¿un hombre puede soñar, no? Pero claro, si las cosas no resultan, si algún día el mono sigue ahí pero ya no hay más Zack… 

[Se pone de pié, echándose el arma al hombro.] 

Entonces la última cabeza que reventaré, quizás sea la mía.

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