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miércoles, 2 de enero de 2013

42.- WORLD WAR Z - MONUMENTO A LOS PATRIOTAS, CIUDAD PROHIBIDA, BEIJING, CHINA


[Sospecho que el almirante Xu Zhicai ha escogido éste lugar en particular para evitar que algún fotógrafo pudiese estar presente. Aunque nadie se ha atrevido a cuestionar su patriotismo o el de su tripulación desde que terminó la guerra, él prefiere no correr riesgos ante los ojos de los “lectores extranjeros.” Aunque al comienzo desconfiaba un poco, aceptó concederme esta entrevista con la condición de que escucharía objetivamente “su versión” de la historia, y lo sigue repitiendo, incluso después de asegurarle que no existe ninguna otra versión.] 

[Nota: Se usarán términos y rangos navales occidentales en lugar de los originales chinos, en aras de una mayor claridad.]

No fuimos unos traidores —quiero dejar eso claro antes de decir cualquier otra cosa. Amábamos nuestro país, amábamos a nuestra gente, y aunque no amábamos precisamente a las personas que nos gobernaban, teníamos una lealtad incuestionable hacia nuestros líderes inmediatos. 

Ni siquiera habríamos pensado en hacer lo que hicimos, si la situación no se hubiese vuelto tan desesperada. Cuando el capitán Chen nos comentó su propuesta por primera vez, ya no teníamos ninguna otra salida. Estaban en cada ciudad, en cada aldea. En los nueve millones y medio de kilómetros cuadrados de nuestro país, no se podía encontrar ni un solo centímetro en paz. 

Los del ejército, malditos bastardos arrogantes, insistían en que tenían la situación bajo control, que con cada día las cosas iban mejorando, y que antes de las primeras nieves tendrían todo el país en calma. Era típico del ejército: demasiado agresivos y demasiado confiados. Lo único que se necesita es tomar un grupo de hombres, o mujeres, darles ropas iguales, unas horas de entrenamiento, algo parecido a un arma, y se tiene un ejército, quizá no el mejor, pero un ejército al fin y al cabo. 

Pero eso no sucede en al Armada Naval, en ninguna parte del mundo. Para construir y tripular cualquier barco, sin importar qué tan pequeño, se requiere de una cantidad considerable de materiales, trabajo y entrenamiento. El ejército puede reemplazar su carne de cañón en cuestión de horas; pero a nosotros nos toma años. Esa razón nos hace más pragmáticos que nuestros compatriotas de verde. Nosotros evaluamos las situaciones con un poco más de… no sé cómo decirlo, cautela, o quizá con una estrategia más conservadora. Retirarse, consolidarse, racionar los recursos. Nuestro pensamiento siempre había seguido la filosofía que ahora proponía el Plan Redeker, pero por supuesto, el ejército no quiso escuchar. 

¿Rechazaron el Plan Redeker? 

Sin pensarlo dos veces ni someterlo a votación. ¿Cómo iba a perder nuestro ejército? Con su enorme arsenal de armas convencionales, con su “fuente infinita” de nuevos reclutas… “fuente infinita,” es imperdonable. ¿Sabe por qué tuvimos una explosión demográfica tan grande durante los años 50s? Porque Mao creía que esa era la única manera de triunfar en una guerra nuclear. Es la verdad, no sólo propaganda política. Se sabía que cuando la ceniza radioactiva se asentara por fin, sólo quedarían unos miles de sobrevivientes norteamericanos y rusos, y serían arrasados por decenas de millones de sobrevivientes chinos. Ganar en número, esa era la filosofía de la generación de mis abuelos, y fue la estrategia que nuestro ejército adoptó después de que los soldados con mayor experiencia fueron devorados en las primeras etapas del contagio. Nuestros generales, malditos criminales enfermos, se refugiaron en un búnker mientras enviaban ola tras ola de adolescentes conscriptos a combatir. ¿Acaso no vieron que cada soldado muerto era un zombie más? ¿Acaso no pensaron que, en lugar de ahogarlos con nuestra fuente inagotable, nosotros éramos los que nos estábamos ahogando, y que por primera vez en la historia, la nación más poblada de la Tierra corría el peligro fatal de ser superada en número? 

Eso fue lo que animó al capitán Chen a hacer lo que hizo. Él sabía lo que pasaría si la guerra seguía su curso como iba, y cuál sería nuestra oportunidad de sobrevivir. Si él hubiese creído que había alguna esperanza, habría tomado un rifle y se habría lanzado de primero contra los muertos vivientes. Pero él estaba convencido de que pronto no quedaría más gente en China, y quizá, con el tiempo, tampoco en ninguna otra parte. Por eso comentó sus intenciones con nosotros, los demás oficiales, y sostuvo que quizá esa era la única oportunidad de conservar alguna parte de nuestra civilización. 

¿Usted estuvo de acuerdo con su propuesta?

Al principio no lo creía. ¿Escapar en nuestra nave, nuestro submarino nuclear? No se trataba sólo de deserción, de huir en medio de la guerra para salvar nuestros pellejos.
Íbamos a robar uno de los recursos militares más valiosos de nuestra patria. El Almirante Zheng He era uno de los tres submarinos disponibles con capacidad para misiles balísticos, y era el más nuevo de los que en occidente llaman Clase 94. Era hijo de cuatro padres: expertos rusos, tecnología del mercado negro, datos de nuestro espionaje en Norteamérica, y no lo olvidemos, la culminación de casi cinco mil años de historia china. Era la máquina más costosa, más avanzada, y más poderosa que nuestra nación había construido. Tomarla así, como un bote salvavidas mientras el barco de la China naufragaba, era algo inconcebible. Sólo la increíble personalidad del capitán Chen, su profundo y fanático patriotismo, lograron convencerme de que era nuestra única alternativa. 

¿Cuánto tiempo les tomó preparase? 

Tres meses. Fue un infierno. Qingdao, nuestro puerto base, estuvo sitiado todo el tiempo. Cada vez llegaban más y más unidades del ejército para mantener el orden, y cada una de ellas estaba menos entrenada, menos equipada, y era un poco más joven o más vieja que la anterior. Los capitanes de algunos barcos tuvieron que donar su tripulación “prescindible” para establecer bases de defensa. Nuestro perímetro era atacado casi a diario, y con todo eso, nosotros teníamos que aprovisionar nuestro submarino para hacernos a la mar. Se suponía que íbamos a hacer una patrulla de rutina; así que tuvimos que cargar a escondidas los equipos de emergencia y a nuestros familiares. 

¿Familiares? 

Claro, es era la piedra clave de todo el plan. El capitán Chen sabía que la tripulación no abandonaría el puerto a menos que sus familias pudiesen acompañarlos. 

¿Y cómo hicieron eso? 

¿Encontrarlos, o subirlos a bordo? 

Ambos

Encontrarlos fue lo más difícil. Casi todos teníamos familiares regados por todo el país. Hicimos lo que pudimos para comunicarnos con ellos, reactivar una línea telefónica o enviarles un mensaje con las tropas que iban hacia esos territorios. El mensaje siempre era el mismo: íbamos a salir a patrullar pronto, y necesitábamos que estuvieran presentes en la ceremonia. Algunas veces o hacíamos parecer más urgente, diciéndoles que alguien estaba moribundo y quería verlos. Era lo único que podíamos hacer. A nadie se le permitió salir a buscarlos personalmente: era muy arriesgado. Nosotros no teníamos múltiples tripulaciones para cada nave como ustedes. Cualquier hombre perdido nos haría mucha falta una vez en el mar. Sentí lástima por mis compañeros, la agonía de toda esa espera. Yo tuve la suerte de que mi esposa y mis hijas… 

¿Hijas? Yo pensaba que…

¿Que sólo nos permitían tener un hijo? Esa ley fue modificada unos años antes de la guerra, una solución práctica al desequilibrio social de una nación de hijos únicos. Yo tenía dos hijas, gemelas. Tuve suerte. Mi esposa y mis hijas estaban en la base cuando comenzaron los problemas. 

¿Y el capitán? ¿Él tenía familia? 

Su esposa lo había abandonado en los ochentas. Fue un escándalo devastador, sobre todo para la época. Todavía me sorprende cómo hizo para levantar nuevamente su carrera, y criar a su hijo. 

¿Tenía un hijo? ¿Estuvo con ustedes? 
[Xu evade la pregunta.] 

La espera fue la peor parte para casi todos, el saber que, incluso si ellos llegaban hasta Qingdao, podían llegar después de que hubiésemos partido. Imagínese ese sentimiento de culpa. Decirles a tus familiares que salgan de donde están para reunirse contigo, quizá dejando atrás un sitio relativamente seguro, y que al final lleguen para encontrar sólo un muelle abandonado. 

¿Llegaron muchos? 

Más de los que creímos al principio. Los introducíamos a escondidas, de noche, disfrazados con uniformes. Algunos —los niños y los más viejos— teníamos que subirlos dentro de cajas. 

¿Sus familias sabían lo que estaba pasando? 

¿Lo que iban a hacer? No lo creo. Cada uno de los miembros de nuestra tripulación tenía órdenes estrictas de mantener silencio. Si el Ministerio llegaba a escuchar cualquier detalle de lo que estábamos planeando, los muertos vivientes serían el menor de nuestros problemas. Todo aquel secreto nos obligaba también a zarpar según nuestro calendario de patrullas habitual. El capitán Chen quería esperar hasta el último momento, los familiares que faltaban podían estar sólo a unos días de camino, a unas horas. Pero sabía que eso podía poner en riesgo todo el plan, así que, contra su voluntad, dio la orden de zarpar. Trató de ocultar esos sentimientos, y creo que ante casi todo el mundo lo logró. Pero yo pude verlo en sus ojos, mientras reflejaban los fuegos que se alejaban en Qingdao. 

¿Hacia dónde se dirigían? 

Inicialmente íbamos hacia nuestro sector de patrulla designado, para que todo pareciera muy normal. Después de eso, nadie lo sabía. Hacia un nuevo hogar, al menos temporalmente, eso estaba claro. Para ese momento la plaga se había extendido por todos los rincones del planeta. Ningún país neutral, sin importar cuán remoto, podía garantizarnos la seguridad.

¿Y no pensaron en venir a nuestro lado, a Norteamérica o cualquier otro país occidental? 
[Me dirige una fría y dura mirada.] 

¿En serio? El Zheng cargaba dieciséis misiles balísticos JL-2; todos, excepto uno, tenían cuatro ojivas de reentrada múltiple, cada una con un poder de noventa kilotones. Esa sola nave tenía el mismo poder que algunas de las naciones más grandes del mundo, suficiente para arrasar ciudades enteras con sólo girar una llave. ¿Cómo íbamos a entregarle semejante poder a otro país, y sobre todo al único país en la historia que hasta ese momento había usado armas nucleares como ofensiva? Una vez más, y se lo repito por última vez, nosotros no éramos traidores. Sin importar qué tan dementes se hubieran vuelto nuestros líderes, seguíamos siendo marineros chinos. 

Entonces estaban solos. 

Completamente. Sin hogar, sin amigos, sin un puerto seguro, no importaba qué tan fuertes fueran las tormentas. El Almirante Zheng He se convirtió en todo nuestro universo: cielo, tierra, sol y luna. 

Debió ser muy difícil. 

Los primeros meses fueron como cualquier patrulla de rutina. Los submarinos de misiles están diseñados para permanecer ocultos, y eso hicimos. Muy profundo y en silencio. No sabíamos si nuestros propios submarinos estaban buscándonos. Probablemente nuestro gobierno enfrentaba otros problemas. Sin embargo, realizábamos simulacros regulares de combate, y los civiles fueron entrenados en la disciplina del silencio. El ingeniero de a bordo ideó un sistema de blindaje sonoro para el comedor, y así podía ser usado como escuela y patio de recreo para los niños. Ellos, sobre todo los más jóvenes, no tenían idea de lo que estaba sucediendo. Muchos habían atravesado las zonas infestadas con sus familiares, y algunos estuvieron a punto de morir. Lo único que sabían era que los monstruos habían desaparecido, y sólo volvían ocasionalmente como pesadillas. Estaban a salvo, y eso era lo único que importaba. Supongo que todos nos sentíamos así en esos primeros meses. Estábamos vivos, juntos, y a salvo. Teniendo en cuenta lo que pasaba en el resto del planeta, ¿qué más podíamos desear? 

¿Tenían alguna manera de monitorear la crisis?

No al principio. Nuestro objetivo era permanecer ocultos, evitando las rutas marítimas comerciales y las zonas de patrulla de los otros submarinos… nuestros y de ustedes. Pero sí especulábamos. ¿Qué tan rápido se esparcía el contagio? ¿Cuáles eran los países más afectados? ¿Alguien había recurrido al ataque nuclear? Si así era, significaría el final para todos nosotros. En un planeta irradiado, los muertos vivientes podrían ser las únicas criaturas “vivas.” No estábamos seguros de lo que una alta dosis de radiación podía hacerle a cerebro de un zombie. ¿Acaso los mataría eventualmente, llenando de tumores su materia gris? Eso es lo que pasaría con un cerebro humano normal, pero como los muertos vivientes parecían contradecir todas las leyes de la naturaleza, ¿por qué iba a ser diferente en este caso? Algunas noches, en la cafetería, mientras hablábamos susurrando entre sorbos de té, conjurábamos imágenes de zombies rápidos como guepardos, ágiles como monos, zombies con cerebros mutantes que se expandían y palpitaban, superando el tamaño del cráneo que los alojaba. El teniente comandante Song, el oficial a cargo del reactor, había subido a bordo sus acuarelas y había pintado un cuadro de una ciudad en ruinas. Él dijo que no era ninguna ciudad en particular, pero todos reconocimos los restos humeantes de los edificios de Pudong. Song había crecido en Shanghai. El cielo brillaba de un leve color magenta, contra un fondo completamente oscuro, un invierno nuclear. Una lluvia de ceniza espolvoreaba los bloques de ruinas que se levantaban entre lagos de vidrio derretido. Por el centro de aquel escenario apocalíptico, corría un río, una serpiente gris y parda que se extendía hasta una cabeza formada por miles de cuerpos entrelazados: piel destrozada, cerebros expuestos, colgajos de carne sobre manos huesudas que se extendían desde sus bocas abiertas y sus ojos rojos y brillantes. No sé desde cuándo había comenzado el comandante Song a pintar esa imagen, pero la expuso en secreto ante unos cuantos de nosotros cuando llevábamos tres meses en el mar. Él no quería que la viera el capitán Chen. Sabía lo que pasaría. Pero alguien debió decírselo, y el viejo le puso fin al asunto. 

A Song se le ordenó pintar algo alegre sobre su obra, una puesta de sol sobre el lago Dian. Luego siguió pintando otros murales más “positivos” sobre cualquier superficie libre de la nave. El capitán Chen también nos ordenó que evitáramos cualquier especulación que no fuese parte de nuestros deberes oficiales. “Es perjudicial para la moral de la tripulación.” De todas formas, creo que todo eso lo llevó, finalmente, a tratar de establecer alguna forma de contacto con el mundo exterior. 

¿Se refiere a comunicación activa, o simple vigilancia? 

Lo segundo. Él sabía que la pintura de Song y nuestras especulaciones apocalípticas eran resultado de nuestro prolongado aislamiento. La única manera de evitar más “pensamientos peligrosos” era reemplazar la especulación con hechos reales. Habíamos estado desconectados por más de cien días y noches. Necesitábamos saber lo que estaba pasando, incluso si era tan oscuro y terrible como la pintura de Song. 

Hasta ese momento, nuestros oficiales de sonar y su equipo eran los únicos que sabían algo del mundo más allá de nuestro casco. Esos hombres escuchaban el mar: las corrientes, los “elementos biológicos” como peces y ballenas, y el lejano zumbido de otras hélices. Ya le había dicho que nuestra ruta nos había llevado hasta los confines más remotos de los océanos del mundo. Habíamos escogido a propósito las zonas en las que ningún barco se aventuraba normalmente. Sin embargo, durante esos meses, el equipo de Liu había registrado un número cada vez mayor de contactos, al parecer aleatorios. Miles de naves llenaban la superficie, muchas de ellas con registros sonoros que no coincidían con nada en nuestra base de datos.

El capitán nos ordenó subir hasta profundidad de periscopio. El mástil del ESM subió, y fue inundado con cientos de señales de radar; la radio debió sufrir un efecto similar. Finalmente, los dos periscopios, el de exploración y el de ataque, salieron a la superficie. No es como se ve en las películas, un tipo extendiendo unas manijas y mirando a través de un tubo con un visor. Los periscopios actuales no atraviesan el casco interno. Cada uno de ellos es en realidad una cámara de video que puede enviar su señal a cualquiera de los monitores de la nave. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Era como si la humanidad le hubiese apostado todo al mar. Había buques petroleros, de carga, cruceros. Vimos botes remolque arrastrando plataformas flotantes, vimos hidroalas, botes de recolección de basura, dragas, y todo eso apenas en una hora. 

En las siguientes semanas, vimos también docenas de buques militares. Cualquiera de ellos podría habernos detectado, pero a ninguno parecía importarle. ¿Conoce el USS Saratoga? Lo vimos, remolcado a través del Atlántico Sur con su cubierta convertida en un campamento de tiendas provisionales. Vimos un barco que tenía que ser el HMS Victory, surcando las olas gracias a un bosque de mástiles y velas improvisadas. Vimos al Aurora, ese barco de la Primera Guerra Mundial cuyo motín había iniciado la Revolución Bolchevique. No sé cómo lo lograron sacar de San Petersburgo, ni dónde encontraron suficiente carbón para mantener sus calderas funcionando. 

Había tantos cascos deteriorados, que deberían haberse retirado del mar hace tanto tiempo: lanchas, ferrys y veleros que habían pasado toda su vida en lagos y ríos tierra adentro, buques costeros que nunca deberían haberse alejado de los puertos y las aguas bajas para las que fueron diseñados. Vimos un dique flotante del tamaño de un rascacielos acostado, con su cubierta invadida de armazones de construcción que servían como apartamentos improvisados. Estaba flotando a la deriva, sin remolques ni barcos de apoyo a la vista. No sé cómo sobrevivió esa gente, o si acaso lo lograron. Había muchos barcos a la deriva, con sus depósitos de combustible vacíos, sin recursos para generar energía. 

Vimos muchos botes privados, yates y cruceros amarrados entre sí, formando unas enormes islas sin rumbo. Vimos también muchas balsas improvisadas, hechas de troncos y de neumáticos. 

Hasta vimos una especia de tugurio flotante, construido sobre cientos de bolsas de basura llenas con bolitas de espuma de poliestireno. Nos recordó a la “Flota de Ping-Pong,” esos refugiados que, durante la Revolución Cultural, trataron de huir hacia Hong Kong en costales llenos de bolas de ping-pong. 

Sentimos lástima por esa gente, por sus destinos sin esperanza. A la deriva en medio del océano, presas del hambre, la sed, la insolación, y del mismo mar… el comandante Song lo llamó “la gran regresión de la humanidad.” “Salimos de los mares,” decía él, “y ahora regresamos huyendo.” Esa era una afirmación muy precisa. Era obvio que esa gente no había pensado con claridad en lo que harían una vez que alcanzaran la “seguridad” de las olas. Sólo se imaginaron que sería mejor que ser destrozados vivos en tierra. En medio del pánico, no se dieron cuenta de que sólo estaba prolongando lo inevitable. 

¿Alguna vez trataron de ayudarlos? Darles comida o agua, o remolcarlos…

¿A dónde? Aunque hubiésemos sabido de algún puerto seguro, el capitán no se habría arriesgado a que nos detectaran. No sabíamos quién de ellos tenía una radio, y quién más podía escuchar nuestra señal. No sabíamos si nuestro país nos seguía buscando. Además había otro peligro: el riesgo inmediato de los muertos. Vimos muchos barcos infectados, en algunos, la tripulación seguía luchado por sobrevivir, en otros sólo quedaban los muertos.

Una vez frente a Dakar, en Senegal, nos encontramos un crucero de lujo de cuarenta y cinco mil toneladas llamado el Nordic Empress. La imagen de nuestro periscopio era tan detallada, que se podía ver cada mancha de sangre en las ventanas de los dormitorios, cada mosca que se posaba en los huesos y la carne de la cubierta. Los zombies se lanzaban al océano, uno cada par de minutos. Parecían reaccionar a algún movimiento en la distancia, quizá un avión, o la estela de nuestro periscopio, y caían al tratar de alcanzarlo. Eso me dio una idea. Su emergíamos a unos cuantos cientos de metros y hacíamos todo lo posible por llamar su atención, podíamos limpiar el barco sin necesidad de hacer ni un disparo. ¿Quién sabe qué cosas podían tener a bordo los refugiados? El Nordic Empress podía convertirse en una despensa flotante para nosotros. Le presenté mi propuesta al oficial de armamento, y ambos hablamos con el capitán. 

¿Y él qué dijo? 

“Claro que no.” No sabíamos cuántos zombies había a bordo del crucero. Peor aún, señaló la pantalla del monitor e hizo un acercamiento a los zombies que caían por la borda. “Miren,” nos dijo, “no todos se hunden.” Tenía razón. Algunos se habían reanimado con los chalecos salvavidas puestos, y otros estaban hinchados por los gases de la descomposición. Era la primera vez que veía a un zombie flotante. Debía imaginarme que se volverían algo común. Incluso si sólo el diez por ciento de los barcos estaban infestados, era el diez por ciento de un total de decenas de miles de naves. Había millones de zombies cayendo al mar poco a poco, o por montones cuando uno de esos buques se volcaba por el mal clima. Después de una tormenta, los veíamos cubriendo el mar hasta el horizonte, enormes olas de cabezas desmadejadas y brazos agitándose. Una vez levantamos el periscopio y sólo vimos una mancha gris y verdosa. Al principio creímos que se debía a un desperfecto técnico, que la cámara había sido golpeada por basura flotante, pero el periscopio secundario nos reveló que habíamos atravesado a un zombie, clavándole el periscopio justo en medio del pecho. Y seguía moviéndose, incluso después de que lo bajamos. Si alguna vez sentimos esa amenaza cerca… 

¿Pero no estaban bajo el agua? ¿Cómo podían…? 

Cuando emergíamos, algunos quedaban atorados sobre la cubierta o en el puente. La primera vez que abrí la escotilla, una mano fétida e hinchada apareció de pronto y me agarró por la muñeca. Me resbalé y tropecé con el vigía que venía subiendo detrás de mí, y ambos caímos en la cubierta inferior con la mano desprendida todavía agarrada a mi uniforme. Sobre nosotros, como una silueta en el disco de luz de la escotilla abierta, pude ver al dueño de la mano. Saqué mi arma y disparé hacia arriba sin pensar. Nos bañó una lluvia de pedazos de hueso y de cerebro infectado. Tuvimos suerte… si cualquiera de los dos hubiese tenido una herida expuesta… la reprimenda que me dieron fue justa, y me merecía algo mucho peor. Desde ese momento, siempre hacíamos una revisión con el periscopio después de subir. Yo diría que en al menos una de cada tres veces aparecían algunos de ellos atorados en el casco.

Eso fue durante nuestros días como espectadores, cuando sólo nos dedicábamos a ver y escuchar el mundo a nuestro alrededor. Además de los periscopios, podíamos monitorear las transmisiones civiles de radio y algunos canales de televisión vía satélite. Las cosas no se veían bien. Las ciudades caían, y a veces hasta países enteros. Escuchamos la última transmisión radial de Buenos Aires y nos enteramos de la evacuación de las islas japonesas. Nos llegaron algunos rumores sobre los motines en el ejército ruso. Escuchamos algunos informes del “intercambio nuclear limitado” entre Irán y Pakistán, y nos sorprendimos tristemente, porque todos estábamos seguros de que serían ustedes, o los rusos, los primeros en girar esa llave. No había ninguna transmisión de China, ni del gobierno ni de las estaciones ilegales. Seguíamos recibiendo transmisiones de la marina, pero todos los códigos habían sido modificados desde nuestra partida. Aunque eso constituía una amenaza permanente —no sabíamos si nuestras flotas tenían órdenes de buscarnos y hundirnos— por lo menos demostraba que nuestra nación no había perecido por completo ante las bocas de los muertos vivientes. En medio de nuestro exilio, cualquier noticia era bienvenida. 

La comida amenazaba con convertirse en un problema, no de inmediato, pero ya era hora de comenzar a buscar alternativas. Las medicinas eran nuestro mayor problema; tanto las drogas modernas como los remedios tradicionales estaban comenzando a escasear, debido en parte a los civiles a bordo. Muchos de ellos tenían necesidades médicas especiales. 

La señora Pei, la madre de uno de nuestros torpederos, sufría de problemas bronquiales crónicos, una reacción alérgica a alguna sustancia del submarino, quizá la pintura o el aceite, en todo caso era algo que no podíamos retirar del ambiente. Estaba consumiendo nuestros antihistamínicos a una velocidad alarmante. El teniente Chin, el oficial a cargo del armamento, sugirió fríamente que debíamos sacrificar a la anciana. El capitán reaccionó poniéndolo a él en detención por una semana, con sólo la mitad de las raciones y sin ningún tipo de tratamiento médico, excepto en caso de vida o muerte. Chin era un maldito insensible, pero su sugerencia nos hizo reevaluar cuáles eran nuestras opciones. Teníamos que encontrar una manera de prolongar la vida de nuestros consumibles, y quizá encontrar una manera de reciclarlos eficientemente. 

Asaltar barcos seguía estando prohibido. Incuso aunque encontráramos lo que parecían ser naves desiertas, se podía escuchar el ruido de lo que seguramente eran varios zombies bajo la cubierta. La pesca era una alternativa, pero no teníamos los materiales adecuados para improvisar una buena red, y no podíamos pasar horas enteras en la superficie, tratando de pescar con líneas y anzuelos. 

La solución la encontraron los civiles, no la tripulación. Algunos de ellos habían sido campesinos y médicos tradicionales antes de la crisis, y habían subido a bordo unos cuantos paquetes y bolsas con semillas. Si podíamos suministrarles el equipo adecuado, ellos podrían cultivar suficiente comida para abastecernos durante años. Era un plan ambicioso, pero no carecía de mérito. El depósito de misiles era lo suficientemente grande como para alojar un jardín. Podíamos fabricar macetas y terrarios con los materiales que teníamos, y las lámparas ultravioletas que usábamos para el tratamiento de vitamina D de la tripulación, servirían como luz solar artificial para las plantas.

El único problema era la tierra. Ninguno sabía nada sobre sistemas hidropónicos, aeropónicos, ni ningún otro método similar de agricultura. Necesitábamos tierra, y sólo había una manera de conseguirla. El capitán tuvo que pensarlo mucho. Enviar un equipo a tierra era tan peligroso, si no más, que abordar una nave infestada. Antes de la guerra, más de la mitad de la civilización humanan vivía junto o cerca de las costas. Las epidemias sólo lograron aumentar ese número, con todos los refugiados que trataron de buscar la seguridad en el mar. 

Comenzamos nuestra exploración en medio de la costa Atlántica de Suramérica, desde Georgetown, hasta las costas de Surinam y la Guyana Francesa. Encontramos varios kilómetros de jungla deshabitada, al menos así se veía por el periscopio, y la costa parecía estar limpia. Subimos a la superficie e hicimos una segunda inspección visual desde el puente. Una vez más, nada. Solicité permiso para ir a tierra con un grupo de búsqueda. El capitán no parecía convencido. Ordenó sonar la sirena… fuerte y por un largo rato… y entonces aparecieron. 

Al principio eran unos pocos, desgarbados, con los ojos abiertos, tropezando mientras salían de entre la jungla. No parecían notar el agua, y las olas los derribaban, arrojándolos de vuelta a la playa o arrastrándolos hacia el mar. Uno de ellos se estrelló contra las rocas, su pecho destrozado, sus costillas rotas asomándose a través de la carne. Una nube de espuma negra salió de su boca mientras gemía, todavía tratando de caminar, de arrastrase, siempre hacia nosotros. Llegaron más, por docenas; en unos pocos minutos había cientos de ellos tambaleándose entre las olas. Así era siempre en cualquier parte que emergiéramos. Todos los refugiados que no habían tenido la suerte de hacerse a la mar, formaban una barrera letal en cualquier costa que visitáramos. 

¿Entonces nunca trataron de desembarcar? 
[Sacude la cabeza.] 

Muy peligroso, incluso peor que en los barcos infestados. Decidimos que nuestra única opción era tratar de encontrar suelo fértil en alguna isla remota. 

Pero seguramente sabían lo que estaba pasando en todas las islas alrededor del mundo. 

Quizá se sorprenda. Después de salir de nuestra estación de patrulla del Pacífico, restringimos nuestros movimientos sólo a los océanos Atlántico e Índico. Habíamos escuchado transmisiones o efectuado contacto visual con muchas de esas porciones de tierra. Sabíamos de la superpoblación, la violencia… incluso vimos los fogonazos de los disparos en las Islas de Barlovento. Esa noche, en la superficie, podíamos oler el humo que era arrastrado por los vientos desde el Caribe. También supimos de otras islas que no tuvieron tanta suerte. Las islas de Cabo Verde, frente a la costa de Senegal, ni siquiera las tuvimos a la vista antes de escuchar los gemidos. Demasiados refugiados, muy poca disciplina; sólo hacía falta una persona infectada. ¿Cuántas islas siguen estando en cuarentena después de la guerra? ¿Cuántos pedazos de roca congelada en el norte, siguen estando marcados como Zonas Blancas en el mapa? 

Nuestra opción más viable era volver al Pacífico, pero eso nos dejaría justo frente a las puertas de nuestra nación.

Una vez más, no sabíamos si la marina china nos estaba dando caza, y ni siquiera sabíamos si todavía existía la marina china. Sólo sabíamos que necesitábamos provisiones, y también ansiábamos un contacto más directo con otros seres humanos. Nos tomó bastante tiempo convencer al capitán. Lo último que necesitábamos era evitar una confrontación directa con las fuerzas de nuestro país. 

¿Él seguía siendo leal al gobierno?

 Sí. Además había otra… razón más personal. 

¿Personal? ¿Por qué? 
[Xu esquiva también esta pregunta.] 

¿Alguna vez estuvo en Manihi? 

[Niego con la cabeza.] 

No existe un mejor ejemplo del paraíso tropical de la preguerra. Unos islotes planos y cubiertos de palmeras, llamados “motus”, forman un anillo alrededor de una laguna cristalina. Solía ser uno de los pocos lugares del planeta en el que se cultivaban perlas negras. Yo le había comprado un par de esas a mi esposa cuando visitamos las islas en nuestra luna de miel, así que mi conocimiento de primera mano convirtió a aquel atolón en nuestro próximo destino. 

Manihi había cambiado mucho desde que la conocí como un cadete recién casado. Ya no había perlas, la gente se había comido todas las ostras, y la laguna estaba abarrotada con cientos de pequeños botes privados. Los motus estaban cubiertos con tiendas o chozas de techo de palma. Docenas de canoas improvisadas navegaban a vela o remo, yendo y viniendo entre el arrecife exterior y una docena de enormes barcos anclados en aguas más profundas. Aquella la escena era típica de lo que los historiadores de la posguerra llaman “El Continente Pacífico,” toda una nueva cultura de refugiados que se extendía por todas las islas, desde Palau hasta la Polinesia Francesa. Era una nueva sociedad, una nueva nación, refugiados de todas partes del mundo unidos bajo la bandera de la supervivencia. 

¿Y cómo se integraron ustedes a esa sociedad? 

Gracias al trueque. El comercio era el pilar central del Continente Pacífico. Si tu barco tenía una destilería, vendías agua potable. Si tenías un taller, te volvías mecánico. El Espíritu de Madrid, un buque de transporte de gas natural, vendió su carga como combustible para cocinar. Eso le dio al viejo señor Song una idea acerca de cuál podía ser nuestro “nicho de mercado.” Él era el padre del comandante Song, y había sido director de subastas de Shenzhen. Se le ocurrió la idea de tender líneas flotantes de energía hasta la laguna, y alquilarles el poder de nuestro reactor. 

[Sonríe.]

Nos volvimos millonarios, bueno… al menos el equivalente a eso en una economía de intercambio: comida, medicinas, cualquier parte de repuesto que necesitáramos, o por lo menos los materiales para fabricarlas. Pudimos instalar nuestro invernadero, así como una planta de recolección de desechos en miniatura, para convertir nuestros excrementos en un valioso fertilizante. “Compramos” equipos para un gimnasio, un sauna, y centros de entretenimiento para el comedor y el salón de reuniones. Los niños pudieron disfrutar de juguetes y dulces, los que quedaban, y lo más importante, pudieron continuar su educación en las diferentes barcazas que habían sido convertidas en escuelas internacionales. Éramos bienvenidos en cualquier casa, en cualquier bote. Todos nuestros hombres, incluso algunos de los oficiales, tenían acceso gratis a cualquiera de los cinco barcos de “diversión” de la laguna. ¿Y por qué no? Los iluminábamos de noche, hacíamos funcionar sus máquinas. Les trajimos de vuelta algunos lujos ya olvidados, como aire acondicionado y refrigeradores. Hicimos que las computadoras volvieran a funcionar, y les dimos la primera ducha caliente que habían tomado en meses. Nuestra colaboración fue tan bien recibida que el concejo de las islas nos eximió, aunque nosotros no lo aceptamos, de tener que participar en las rondas de seguridad alrededor del atolón. 

¿Contra los zombies acuáticos? 

Esos eran un peligro permanente. Todas las noches aparecían caminando por los motus, o subiendo por la cuerda del ancla de algún barco pequeño. Parte de las “obligaciones ciudadanas” de los que se quedaban en Manihi, incluían el patrullar las playas y los barcos buscando zombies. 

Usted mencionó las cuerdas de las anclas. ¿Acaso los zombies no son malos trepadores? 

No cuando el agua los ayuda a vencer la gravedad. Sólo es cuestión de agarrar una cuerda y arrastrarse por ella hasta la superficie. Si esa cuerda lleva hasta un bote cuya cubierta está a sólo unos centímetros sobre el agua… había ataques tanto en la laguna como en el mar. Las noches eran lo peor. Esa era otra de las razones por las que nos recibieron así. Nuestra llegada alejó la oscuridad de la noche, tanto en la superficie como bajo el agua. Es aterrador apuntar una linterna bajo la superficie, y ver la silueta verde azulada de un zombie subiendo por el ancla. 

¿Pero la luz no atraía a muchos más que antes? 

Sí, por supuesto. Los ataques nocturnos se duplicaban cuando los barcos dejaban las luces encendidas. Pero los civiles nunca se quejaron por eso, ni tampoco nadie en el concejo. Creo que la mayoría preferían enfrentar a un enemigo real en la luz, que a sus temores en medio de la oscuridad. 

¿Cuánto tiempo se quedaron en Manihi?

Varios meses. No sé si sea correcto llamarlos los mejores meses de nuestras vidas, pero en ese entonces parecía así. Comenzamos a bajar la guardia, dejamos de pensar que éramos unos fugitivos. Encontramos algunas familias chinas, no expatriados ni taiwaneses, sino verdaderos ciudadanos de la República Popular. Nos dijeron que la situación en casa se había puesto tan mala que el gobierno ni siquiera podía mantener unida la nación. No creían posible que, con más de la mitad de la población infectada y las reservas del ejército acabándose, ellos malgastarían su tiempo y sus recursos buscando un submarino perdido.

Durante algún tiempo parecía que podríamos quedarnos en aquella comunidad de islas, vivir allí hasta el final de la crisis, y quizá hasta el fin del mundo. 

[Por un instante, él mira el monumento que se levanta frente a nosotros, construido en el lugar exacto en el que, supuestamente, fue destruido el último zombie de Beijing.] 

Song y yo estábamos de patrulla la noche en que ocurrió. Nos detuvimos junto a una fogata para escuchar la radio de uno de los isleños. Estaban transmitiendo algo sobre cierto desastre natural en China. Nadie sabía exactamente qué había pasado, pero había suficientes rumores como para ponernos a especular. Estaba concentrado en la radio, dándole la espalda a la laguna, cuando el mar frente a mis ojos comenzó a brillar. Me volví justo a tiempo para ver explotar el Espíritu de Madrid. No sé cuánto gas natural tenía aún adentro, pero la bola de fuego salió disparada hacia arriba, expandiéndose e incinerando todo en los dos motus más cercanos. Mi primer pensamiento fue “un accidente,” alguna válvula oxidada, o un operario descuidado. Pero el comandante Song había estado vigilando todo el tiempo, y había visto la estela del misil. Medio segundo después, sonó la sirena del Almirante Zheng He. 

Mientras corríamos hacia la nave, esa muralla de tranquilidad, esa sensación de seguridad, se desmoronó a mi alrededor. Sabía que aquel misil tenía que ser de otro de nuestros submarinos. La única razón por la que había golpeado al Madrid era porque estaba más cerca de la superficie, y eso lo convertía en un blanco mayor en el radar. ¿Cuánta gente había a bordo? ¿Cuánta gente había en los motus? De pronto me di cuenta de que cada segundo que pasábamos allí ponía a los civiles en peligro de otro ataque. El capitán Chen debió pensar lo mismo. Cuando llegamos a cubierta, la orden de zarpar llegó desde el puente. Cortaron las líneas de poder, llamamos a lista, y cerramos las escotillas. Pusimos rumbo hacia mar abierto y nos sumergimos a profundidad de combate. 

A noventa metros, desplegamos nuestro sistema de sonar e inmediatamente detectamos el crujido que produce el casco de otro submarino al sumergirse. No era el flexible “pop-craaaaack-pop” del acero, sino un rápido “pop-pop-pop” del titanio. Sólo dos países en el mundo usaban cascos de titanio en los submarinos de combate: la Federación Rusa y nosotros. El sonido de la hélice confirmó que era de los nuestros, un nuevo Cazador Tipo 95. Sólo había dos de esos en servicio cuando salimos del puerto. No estábamos seguros de cuál era este. 

¿Acaso importaba? 
[Una vez más, evita la pregunta.]

Al comienzo, el capitán no quería luchar. Decidió llevar la nave hasta el fondo, apoyarla sobre una planicie arenosa en el límite de nuestra profundidad máxima. El Tipo 95 comenzó a rastrearnos con su sistema de sonar activo. Los pulsos sonoros retumbaban bajo el agua, pero no podían localizarnos gracias al suelo oceánico. El 95 inició una búsqueda pasiva, escuchando con sus poderosos hidrófonos, esperando a que hiciéramos cualquier ruido. Redujimos el reactor hasta la potencia mínima, apagamos todos los equipos innecesarios, y detuvimos el movimiento de toda la tripulación. Como el sonar pasivo no emite ninguna señal, no podíamos saber dónde estaba el 95 o si ya se había ido. Tratamos de rastrear su hélice, pero era tan silencioso como nosotros. Esperamos media hora, sin movernos, casi sin atrevernos a respirar. 

Yo estaba en la cabina del sonar con mis ojos fijos en el techo, cuando el teniente Liu me dio un golpecito en el hombro. Había detectado algo en los equipos de cubierta, no era el otro submarino, sino algo más cerca, rodeándonos. Me puse un par de audífonos y escuché unos rasguños, como un motón de ratas. Le hice una señal al capitán para que escuchara. No sabíamos qué era. No era la arena del fondo contra el casco, pues la corriente era demasiado débil. Si era vida marina, como cangrejos u otro contacto biológico, tenían que ser miles. Comencé a sospechar algo… solicité permiso para hacer una inspección por periscopio, sabiendo bien que el sonido del tubo retráctil podía alertar a nuestros perseguidores. El capitán aceptó. Apretamos nuestros dientes mientras la cámara se deslizaba hacia arriba. Luego, esa imagen. 

Zombies, cientos de ellos, apretados contra el casco. Llegaban más y más cada segundo, cojeando a través de aquel desierto de arena, amontonándose unos sobre otros para arañar, golpear, y hasta morder el acero del Zheng. 

¿Podrían haber entrado? Al abrir una escotilla o… 

No, todas las escotillas se aseguraban desde adentro, y los tubos de los torpedos están protegidos por cubiertas externas. Sin embargo, lo que sí nos preocupaba era el reactor. El sistema de refrigeración funcionaba haciendo circular agua de mar. Los ductos de entrada, aunque no eran tan grandes como para permitir el paso de un cuerpo humano, sí podían ser obstruidos por uno. Y claro, una luz de alerta comenzó a parpadear silenciosamente en el monitor del ducto número cuatro. Algún zombie había destrozado la rejilla protectora y se había quedado atascado en el conducto. La temperatura del reactor comenzó a subir. Si lo apagábamos, nos quedaríamos sin energía. El capitán Chen decidió que teníamos que movernos de ahí. 

Nos separamos del fondo, tratando de ir tan lento y tan en silencio como era posible. Pero no fue suficiente. Comenzamos a recibir el sonido de las hélices del 95. Nos habían escuchado y se preparaban para atacar. Escuchamos cuando uno de tubos de torpedos se inundó, y el clic de la cubierta exterior abriéndose. El capitán Chen nos ordenó activar nuestro propio sonar, revelando así nuestra posición exacta, pero dándonos también un tiro seguro hacia el 95. 

Disparamos al mismo tiempo. Nuestros torpedos se cruzaron, mientras ambos submarinos tratábamos de alejarnos. El 95 era un poco más rápido, un poco más maniobrable, pero no tenían un capitán como el nuestro. Él sabía exactamente cómo esquivar un “pez” en movimiento, y lo esquivamos con facilidad mientras el nuestro acertaba en su objetivo.

Escuchamos el casco del 95, chillando como una ballena moribunda, y toda su estructura colapsó a medida que los compartimentos hacían implosión uno tras otro. Dicen que sucede tan rápido que la tripulación ni siquiera se da cuenta; que el choque del cambio de presión los deja inconscientes en un segundo, y que la explosión hace que todo el aire se encienda. La muerte es rápida, sin dolor, o al menos eso queríamos creer. Lo que sí fue muy doloroso, fue ver como la luz en los ojos de mi capitán se apagaba con los sonidos del submarino destruido. 

[Xu se anticipa a mi siguiente pregunta, apretando sus puños y respirando con fuerza.] 

El capitán Chen crió a su hijo él solo, y lo educó para ser un buen marinero, para amar y servir al Estado, sin cuestionar sus órdenes, y para ser el mejor oficial que la Armada Naval China había conocido. El día más feliz de su vida fue cuando su hijo, el comandante Chen Zhi Xiao, fue asignado a uno de los nuevos Cazadores Tipo 95. 

¿Uno como el que los atacó? 
[Asiente.] 

Esa era la razón por la que el capitán Chen hizo todo lo posible por evitar cualquier encuentro con nuestra flota. Por eso era tan importante saber cuál era el submarino que nos atacó. Siempre es mejor saber la verdad, sin importar cuál pueda ser la respuesta. Él ya había traicionado su juramento, su patria, y era posible que esa traición lo hubiera llevado a matar a su propio hijo… 

Al día siguiente, cuando el capitán Chen no apareció a reportarse en servicio, fui hasta su dormitorio para asegurarme de que estaba bien. La luz estaba apagada, así que lo llamé. Para mi alivio, me respondió, pero cuando salió a la luz… su cabello había perdido su color, era tan blanco como la nieve de antes de la guerra. Su piel estaba pálida, sus ojos hundidos. Se había convertido en un anciano, destrozado y marchito. Esos monstruos que se levantaron de entre los muertos no son nada comparados con los que llevamos en nuestros corazones. 

A partir de ese día, interrumpimos todo contacto con el mundo exterior. Nos dirigimos hacia los hielos del Ártico, el rincón más alejado, frío y desolado que pudimos encontrar. Tratamos de seguir con nuestras actividades cotidianas: hacerle mantenimiento a la nave; cultivar comida; educar, criar y tranquilizar a nuestros niños como mejor podíamos. Cuando el capitán perdió su motivación, también la perdió la tripulación del Almirante Zheng. Yo era el único que hablaba con él en ese entonces. Le llevaba la comida, recogía su ropa, le informaba a diario sobre la condición de la nave, y transmitía sus órdenes al resto de la tripulación. Era una rutina, día tras día.

Nuestra monotonía sólo se disolvió el día en que nuestro sonar detectó otro submarino Tipo 95 aproximándose. Corrimos a nuestras estaciones de batalla, y por primera vez en muchos meses, el capitán Chen salió de su dormitorio. Tomó su lugar en el centro de comando, ordenó que buscáramos el objetivo, y que cargaran los torpedos de los tubos uno y dos. El sonar reportó que el submarino enemigo no estaba haciendo lo mismo. El capitán Chen pensó que teníamos la ventaja. Esta vez no había lugar a dudas en su cabeza. El enemigo moriría antes de tener la oportunidad de disparar. Justo cuando iba a dar la orden, detectamos una señal en el “gertrude,” es el sobrenombre del teléfono submarino. Era el comandante Chen, el hijo del capitán, declarando sus intenciones pacíficas y solicitando que abandonáramos nuestra posición hostil. Nos habló de la Represa de las Tres Gargantas, que había sido la causa de todos esos rumores sobre un “desastre natural” que escuchamos en Manihi. Nos explicó que nuestra batalla con el otro 95 había sido parte de una guerra civil que se había originado por la destrucción de la represa. El submarino que nos había atacado había sido parte de las fuerzas leales al gobierno. El comandante Chen se había aliado con los rebeldes. Su misión era encontrarnos y llevarnos de vuelta a casa. Creo que nuestros gritos de triunfo se escucharon hasta en la superficie. Cuando emergimos entre el hielo, y las dos tripulaciones se encontraron frente a frente bajo la penumbra del ártico, pensé que por fin podríamos ir a casa, recuperar nuestro país, y expulsar a los muertos vivientes. Por fin, todo había terminado. 

Pero no fue así. 

Teníamos un último deber qué cumplir. Los miembros del Politburó, esos malditos ancianos que habían causado ya tanta miseria, seguían escondidos en su búnker de mando en Xilinhot, y todavía controlaban más de la mitad de la poca fuerza terrestre que quedaba en nuestro país. No se iban a rendir, eso lo sabía todo el mundo; seguirían aferrándose ciegamente al poder, masacrando lo que quedaba de nuestro ejército. Si la guerra civil se extendía mucho más, lo único que quedaría vivo en China, serían los muertos vivientes. 

Así que decidieron terminar con la guerra. 

Éramos los únicos que podíamos hacerlo. Nuestros silos en tierra estaban infestados, nuestra fuerza aérea había sido neutralizada, y los dos submarinos de misiles que quedaban, habían sido invadidos mientras seguían anclados en sus puertos, los hombres se quedaron esperando órdenes como buenos marineros, mientras los muertos entraban por sus escotillas. El comandante Chen nos informo que éramos el único recurso con capacidad nuclear que tenían los rebeldes. Cada segundo de demora les costaba cien vidas, cien balas que podrían haber sido utilizadas contra los muertos vivientes. 

Y atacaron su propia nación, para poder salvarla. 

Una última culpa qué llevar a cuestas. El capitán debió notar mis temblores en el momento del lanzamiento. “Es mi orden,” anunció, “mi responsabilidad.” El misil tenía una sola ojiva, inmensa, de varios megatones. Era una ojiva experimental, diseñada para penetrar la cubierta protectora de sus instalaciones de NORAD en las Montañas Cheyenne de Colorado. Irónicamente, el búnker del Politburó había sido construido imitando el de ustedes en casi todos los detalles. Mientras nos preparábamos para movernos de nuevo, el comandante Chen nos confirmó que Xilinhot había recibido un impacto directo. Cuando nos deslizamos bajo la superficie, escuchamos que las fuerzas leales al gobierno se habían rendido y se habían unido a los rebeldes para luchar contra el verdadero enemigo. 

¿Usted sabía que ellos ya habían comenzado a aplicar su propia versión del Plan Sudafricano?

Escuchamos de eso después, cuando salimos de entre el hielo. Esa mañana, al comenzar mi turno, encontré al Capitán Chen en el centro de comando. Estaba sentado en su silla con  una taza de té en la mano. Parecía tan cansado, observando en silencio a la tripulación a su alrededor, sonriendo como sonríe un padre al ver la felicidad de sus hijos. Noté que el té se había enfriado y le pregunté si deseaba otra taza. Él me miró, aún sonriendo, y sacudió su cabeza lentamente. “Muy bien, señor,” le dije, y me dispuse a tomar mi lugar. Él extendió su mano y tomó la mía, me miró fijamente, pero no me reconoció. Su susurro fue tan débil que casi no pude escucharlo. 

¿Qué le dijo? 

“Eres un buen chico, Zhi Xiao, un gran hijo.” Seguía sosteniendo mi mano cuando cerró sus ojos para siempre.

1 comentario:

  1. muy buena interesante atrae no es para nada aburridora ni el final esta super me gusto esperar a la película en cine....

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