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miércoles, 2 de enero de 2013

28.- WORLD WAR Z - PALACIO DE UDAIPUR, LAGO PICHOLA, RAJASTÁN, INDIA

[Cubriendo completamente la Isla Jagniwas que le sirve de base, esta estructura idílica y casi irreal fue alguna vez la residencia del maharajá, luego un hotel de lujo, y luego un hogar para cientos de refugiados, hasta que una epidemia de cólera los mató a todos. Bajo la dirección de Sardar Khan, Director del Proyecto, el hotel, el lago, y la ciudad que los rodea, están volviendo finalmente a la vida. Durante la entrevista, el señor Khan no se parece al ingeniero civil bien educado y endurecido por el combate que es, sino más bien el joven y asustado oficial que estuvo varado en un camino montañoso durante el Pánico.]

Recuerdo a los monos, cientos de ellos, brincando y trepándose a los vehículos, y hasta en las cabezas de las personas. Los había visto desde Chandigarh, saltando entre los techos y los balcones porque los muertos vivientes llenaban las calles. Los recuerdo corriendo, chillando, trepando los postes telefónicos para escapar de los brazos de los zombies. Algunos ni siquiera esperaron a ser atacados; ellos lo sabían. Y nos habían seguido hasta allí, hasta aquel estrecho y retorcido paso de cabras en los Himalayas. Decían que era una carretera, pero incluso en tiempos de paz había sido una trampa mortal. Miles de refugiados trataban de pasar por allí, trepándose sobre los vehículos atascados o abandonados. La gente todavía seguía luchando por llevar maletas, cajas; un hombre se negaba a desprenderse del monitor de su computadora de escritorio. Un mono aterrizó sobre su cabeza, tratando de usarla como apoyo para otro salto, pero el hombre estaba muy cerca del borde y los dos cayeron rodando montaña abajo. Parecía que cada segundo alguien tropezaba y caía. Había demasiadas personas. El camino ni siquiera tenía rieles de seguridad en los costados. Ví un autobús completo irse al fondo, no sé cómo, porque ni siquiera se estaba moviendo. Los pasajeros trataron de salir por las ventanas, porque las puertas estaban atascadas por la multitud de afuera. Una mujer tenía la mitad de su cuerpo fuera cuando el autobús cayó rodando. Sostenía algo entre los brazos, abrazado con fuerza. Todo el tiempo trato de convencerme de que no se movía ni lloraba, que era sólo un bulto de ropa. Nadie trató de ayudarla. Ni siquiera la miraron, sólo seguían avanzando a su lado. Algunas veces, cuando sueño con ese momento, no puedo diferenciar a la gente de los monos.

Yo ni siquiera debía estar allá, yo no era un ingeniero de combate. Yo trabajaba con la CCF; mi trabajo era construir carreteras, no hacerlas estallar. Había ido a echar un vistazo a la zona de reunión en Shimla, tratando de encontrar a los miembros sobrevivientes de mi unidad, cuando un ingeniero, el sargento Mukherjee, me agarró del brazo y dijo, “Tú, soldado, ¿sabes conducir?” 

Creo que tartamudeé algo que se entendió como un “sí,” y de repente me encontré en el asiento del conductor de un Jeep, mientras él se sentaba a mi lado llevando algún tipo de aparato de radio sobre sus piernas. “¡Vamos al paso! ¡Vamos! ¡Vamos!” Arranqué a toda velocidad por la carretera, resbalando y dando saltos mientras trataba de explicarle que yo sólo había conducido apisonadoras de asfalto, y que ni siquiera estaba bien entrenado para eso. Mukherjee no me hizo caso. Estaba demasiado ocupado ajustando cosas en el dispositivo que llevaba en sus rodillas. “Las cargas ya están puestas,” me explicó. “¡Lo único que tenemos que hacer, es esperar la orden!” 

“¿Qué cargas?” pregunté. “¿Qué orden?” 

“¡Volar el paso, imbécil!” me gritó, señalando al dispositivo, que en ese momento reconocí como un detonador. “¿Cómo más crees que vamos a detenerlos?” 

Yo sabía, a grandes rasgos, que nuestra retirada hacia los Himalayas tenía algo que ver con cierto plan maestro, y que parte de ese plan incluía el cerrar todas las vías de acceso a los muertos vivientes. ¡Sin embargo, nunca pensé que yo tomaría parte en su ejecución! Para mantener las cosas decentes, no voy a repetirle lo que le dije a Mukherjee, ni su vulgar exclamación al llegar al paso y ver que todavía estaba repleto de refugiados. 

“¡Se suponía que debía estar vacío!” gritó. “¡No lleno de refugiados!”

Vimos a un soldado de los Fusileros de Rashtriya, la división que debería haber cerrado el acceso al paso, que pasó corriendo al lado de nuestro Jeep. Mukherjee salió de un salto y agarró al hombre. “¿Qué diablos es esto?” le preguntó; era un tipo grande, duro y feroz. “Se suponía que iban a despejar el camino.” El otro tipo estaba igual de enojado, e igual de asustado. “¡Si usted es capaz a dispararle a su abuela, hágalo!” Empujó al sargento para apartarlo y siguió su camino. 

Mukherjee activó su radio y reportó que el camino todavía estaba siendo transitado. Una voz le respondió, la voz aguda y desesperada de un oficial joven, gritando que sus órdenes eran hacer volar ese camino sin importar cuánta gente hubiese en él. Mukherjee respondió enojado que debían esperar a que estuviera despejado. Si hacíamos volar el camino, no sólo mataríamos instantáneamente a docenas de personas, sino que también dejaríamos a miles más atrapadas en el otro lado. La voz contestó que aquel camino nunca se despejaría, y que justo detrás de esa gente venía una gigantesca horda de sólo Dios sabe cuántos millones de zombies. Mukherjee le dijo que lo detonaría cuando llegaran los zombies, ni un segundo antes. Él no iba a convertirse en un asesino, y no le importaba lo que un infeliz teniente… 

Pero entonces Mukherjee se detuvo a mitad de la frase, y miró algo por encima de mi cabeza. Me dí la vuelta, ¡y me encontré mirando de frente al general Raj-Singh! No sé de dónde salió, o por qué estaba allí… hasta el día de hoy nadie me cree, no porque él estuviese allí, lo que no me creen es que yo estuve allí junto a él. ¡Estaba a sólo unos centímetros del Tigre de Delhi! He escuchado que la gente suele ver a las personas que respetan como su fueran más altas de lo que en realidad son. En mi mente, lo recuerdo como un verdadero gigante. Aún a pesar de su uniforme rasgado, su turbante ensangrentado, el parche en su ojo derecho y el vendaje en su nariz (uno de sus hombres lo había golpeado en la cara para obligarlo a subir en el último helicóptero que salió del Parque Gandhi). El general Raj-Singh… 

[Khan respira profundamente, su pecho se hincha en un gesto de orgullo.] 

“Caballeros,” dijo él… nos llamó “caballeros” y nos explicó, con mucho cuidado, que el camino debía ser destruido inmediatamente. La Fuerza Aérea, o lo que quedaba de ella, tenía sus propias órdenes concernientes al bloqueo de todos los pasos a través de las montañas. En ese mismo momento, un bombardero Shamsher se encontraba estacionado sobre nuestras cabezas. Si por alguna razón no podíamos, o no queríamos, completar nuestra misión, el piloto tenía órdenes de dejar caer la “Furia de Shiva” sobre nosotros. “¿Saben lo que quiere decir eso?” preguntó Raj-Singh. Quizá pensó que yo era demasiado joven como para entenderlo, o quizá adivinó, de alguna manera, que yo era musulmán, pero incluso aunque no hubiese sabido nada sobre la Diosa hindú de la destrucción, todos los uniformados habíamos escuchado los rumores sobre el nombre código “secreto” con el que se referían a las armas termonucleares. 

¿Y eso no habría destruido también el paso? 

¡Sí, pero también destruiría la mitad de la montaña! En lugar de una estrecha garganta cerrada y bordeada por enormes paredes de piedra, no quedaría más que una rampa inclinada de escombros. La idea al destruir esos caminos era crear una barrera inaccesible para los muertos vivientes, ¡pero un ignorante general de la Fuerza Aérea con una erección nuclear, iba a abrir un enorme boquete de entrada hacia la zona segura!

Mukherjee tragó saliva, no muy seguro de lo que iba a hacer, hasta que El Tigre extendió su mano, pidiéndole el detonador. Tan heroico como siempre, estaba dispuesto a aceptar la responsabilidad de un asesinato en masa. El sargento se lo entregó, a punto de llorar. El general Raj-Singh se lo agradeció, nos lo agradeció a los dos, susurró una oración y presionó los dos botones al mismo tiempo con sus pulgares. Nada pasó, lo intentó de nuevo, y nada. Revisó la batería, todas las conexiones, e intentó por tercera vez. Nada. El problema no estaba en el detonador. Algo había quedado mal puesto en las cargas que habían sido enterradas medio kilómetro camino abajo, justo en medio de la ola de refugiados. 

Es el fin, pensé, todos vamos a morir. Sólo podía pensar en cómo salir de allí, lo suficientemente lejos y rápido como para evitar el impacto nuclear. Aún me siento culpable por haber pensado en eso, preocupándome sólo por mí en un momento como ese. 

Gracias a Dios por el general Raj-Singh. Él reaccionó… justo como uno esperaría en una leyenda viviente. Nos ordenó que saliéramos de allí, que nos salváramos y corriéramos hacia Shimla, y luego salió corriendo hacia la multitud. Mukherjee y yo nos miramos, y me alegro de decir que ninguno de los dos vaciló. Salimos corriendo tras él. 

Nosotros también queríamos ser héroes, protegiendo a nuestro general y cubriéndolo de la multitud. Qué idiotas. No volvimos a verlo después de que la masa nos envolvió y nos arrastró como un río enloquecido. Me empujaban y me tiraban hacia todas direcciones. Ni siquiera me dí cuenta cuándo me golpearon en un ojo. Yo gritaba que necesitaba pasar, que estaba en una misión para el ejército. Nadie me escuchó. Disparé algunos tiros al aire. No se dieron cuenta. Por un momento se me ocurrió dispararle a la multitud. Estaba tan desesperado como ellos. Ví a Mukherjee por el rabillo del ojo, tropezando y cayendo al vacío con otro hombre mientras luchaban por un rifle. Traté de decírselo al general Raj-Singh, pero no pude encontrarlo. Grité su nombre, traté de verlo sobre las demás cabezas. Me trepé al techo de un microbús, tratando de ubicarme. Una corriente de viento trajo el hedor y los gemidos desde el valle. Frente a mí, más o menos a medio kilómetro, la multitud comenzó a correr. Traté de enfocar… entrecerré mis ojos. Los muertos se acercaban. Lentos y constantes, y tan numerosos como los refugiados que devoraban. 

Es microbús se sacudió y caí. Me encontré flotando sobre un mar de cuerpos humanos, y luego me hundí bajo ellos, montones de zapatos y pies descalzos pisotearon mi carne. Sentí que mis costillas se quebraban, tosí y me supo a sangre. Rodé debajo del microbús. Me dolía todo el cuerpo, me quemaba. No podía hablar. Apenas podía ver. Escuche otra vez el sonido de los zombies que se aproximaban. Calculé que no debían estar a más de doscientos metros. Juré que no moriría como los demás, como todas esas víctimas destrozadas a mordiscos, como esa vaca que ví desangrándose en la orilla del río Satluj en Rupnagar. Traté de sacar mi arma, pero mi mano no respondía. Lloré y grité. Siempre imaginé que rezaría en un momento así, pero estaba tan asustado y tan furioso que comencé a golpear mi cabeza contra la parte inferior del vehículo. Pensaba que si lo hacía con fuerza, podría reventarme la cabeza. De pronto se escuchó un rugido ensordecedor y la tierra se sacudió contra mi espalda. Una ola de gritos y gemidos mezclados con una marea de polvo a presión. Mi cara se estrelló contra la maquinaria que tenía sobre mí, dejándome inconsciente.

La primera cosa que recuerdo haber escuchado cuando desperté, fue un sonido constante y muy leve. Al principio pensé que era agua. Sonaba como una gotera… tap-tap-tap, algo así. Los golpecitos se hicieron más claros, y de pronto fui consciente de otros dos sonidos, la estática de mi radio… no he podido saber cómo seguía funcionando… y el gemido omnipresente de los muertos vivientes. Me arrastré desde la parte inferior del microbús. Al menos mi piernas todavía podían sostenerme en pié. Noté que estaba solo, no vi ni a los refugiados, ni al general Raj-Singh. Estaba parado entre un montón de objetos personales abandonados en medio del camino desierto. Una ennegrecida pared montañosa se alzaba frente a mí, y un precipicio caía a sólo unos pasos de donde yo estaba. Más allá, al otro lado, se veía el otro extremo del camino dinamitado. 

De allí era de donde venían los gemidos. Los muertos vivientes seguían avanzando hacia mí. Con los ojos desorbitados y los brazos extendidos, caían por decenas sobre el borde del abismo recién abierto. Ese era el golpeteo que escuché antes: sus cuerpos estrellándose contra las rocas del valle, cientos de metros más abajo. 

El Tigre había activado manualmente las cargas de demolición. Supongo que debió llegar a ellas al mismo tiempo que los muertos vivientes. Sólo espero que no hayan alcanzado a morderlo primero y que se sienta complacido con la estatua que ahora se levanta allí, junto a una carretera de cuatro carriles que cruza la montaña. En ese momento, yo no estaba pensando en su sacrificio. Ni siquiera estaba seguro de que todo eso estuviese sucediendo de verdad. Me quedé mirando en silencio aquella catarata de muertos vivientes, y escuchando en el radio los reportes de las otras unidades: 

“Vikasnagar: Seguro.” 

“Bilaspur: Seguro.” 

“Jawala Mukhi: Seguro.” 

“Todos los pasos han quedado asegurados: ¡Cambio y fuera!” 

¿Estoy soñando? pensé, ¿o estoy loco? 

El único mono que quedaba no me ayudó a pensar lo contrario. Estaba sentado sobre el microbús, mirando cómo los muertos se precipitaban hacia su fin. Su cara se veía tan tranquila, casi inteligente, como si comprendiera toda la situación. Por un momento creí que iba a mirarme y diría, “¡A partir de aquí, comenzaremos a ganar la guerra! ¡Al fin logramos detenerlos! ¡Estamos a salvo!” Pero en vez de eso, agarró su pequeño pene y se orinó en mi cara.

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