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miércoles, 2 de enero de 2013

39.- WORLD WAR Z - KYOTO, JAPÓN

[La vieja fotografía de Kondo Tatsumi muestra un adolescente flaco y lleno de acné, con ojos apagados y enrojecidos, y algunos mechones aclarados entre su cabellera revuelta. El hombre con el que hablo no tiene cabello. Está afeitado, bronceado y en muy buen estado físico, y su mirada aguda y firme nunca se aparta de mí. Aunque sus modales son cordiales y su tono casual, este monje guerrero dá la impresión de ser un animal salvaje que simplemente está descansando mientras acecha.] 

Yo era un “otaku.” Ya sé que ese término significa muchas cosas para mucha gente, pero para mí simplemente quería decir “diferente.” Yo sé que los norteamericanos, sobre todo los más jóvenes, se sienten atrapados por las presiones de la sociedad. Todos los humanos nos sentimos así. Sin embargo, si entiendo bien cómo funciona su cultura, el individualismo es algo que es alentado. Ustedes admiran a los “rebeldes,” a los “fuertes,” a los que se diferencian de la masa. Para ustedes, el individualismo es como una medalla de honor. Para nosotros, es una marca de vergüenza. Nosotros vivíamos, sobre todo antes de la guerra, dentro de un complejo e infinito laberinto de prejuicios sociales. La apariencia, la forma de hablar, todo desde la carrera profesional hasta la manera como uno estornudaba, tenía que ser organizado y planeado según la estricta doctrina confucionista. Algunos tenían la fuerza necesaria, o la debilidad, para aceptar esa doctrina. Otros, como yo, elegimos el exilio en un mundo mejor. Ese mundo era el ciberespacio, y parecía hecho a la medida para los otaku japoneses.

No puedo opinar acerca de su sistema educativo, ni el de ningún otro país, pero el nuestro se basaba casi exclusivamente en la retención de datos. Desde el primer día en que poníamos un pié en un salón de clases, a los niños japoneses nos llenaban con volúmenes y volúmenes de hechos e imágenes que no tenían ninguna repercusión práctica en nuestras vidas. Eran datos sin ningún componente moral, sin contexto social, sin relación con el mundo exterior. No tenían más razón de ser, que el hecho de que su dominio nos permitía ascender. Antes de la guerra, a los niños japoneses no se les enseñaba a pensar, se les enseñaba a memorizar.

Usted puede entender cómo ese tipo de educación se presta para una existencia en el ciberespacio. En un mundo de información sin contexto, en donde en estatus está basado en su adquisición y acumulación, la gente de mi generación gobernaba como Dioses. Yo era un sensei, un maestro de todo lo que leía, ya fuera descubrir el tipo de sangre de todo el gabinete del Primer Ministro, o las facturas de impuestos de Matsumoto y Hamada, o la localización y el estado de todas las espadas shin-gunto de la Guerra del Pacífico. No tenía que preocuparme por mi apariencia, mi comportamiento en sociedad, mis calificaciones, ni mis planes para el futuro. Nadie podía juzgarme, nadie podía lastimarme. En ese mundo, yo tenía el poder, y lo más importante, ¡estaba a salvo! 

Cuando la crisis llegó a Japón, mis compañeros, y todos los demás, olvidamos nuestras anteriores obsesiones y nos dedicamos por completo al asunto de los muertos vivientes. Estudiamos su fisiología, su comportamiento, sus debilidades, y la respuesta del mundo ante su ataque contra la humanidad. Ese último aspecto era la especialidad de mi círculo, la posibilidad de contener la amenaza en las islas de Japón. Reuní estadísticas de población, redes de tráfico, el entrenamiento de la policía. Memoricé de todo, desde el tamaño de la flota mercante japonesa, hasta cuántas balas puede cargar un rifle de asalto tipo 89 del ejército. Ningún dato era irrelevante o desconocido. Teníamos una misión, y casi no dormíamos. Cuando eventualmente cancelaron las clases, nos dieron la oportunidad de estar conectados casi las veinticuatro horas del día. Yo fui el primero en conseguir acceso a los registros personales en el disco duro del doctor Komatsu, y leí esos datos una semana antes de que los presentara en su informe al gobierno. Fue todo un logro. Sirvió para elevar mi estatus entre aquellos que ya me admiraban. 

¿El doctor Komatsu fue el primero en recomendar la evacuación? 

Sí. Al igual que nosotros, él había estado reuniendo los mismos datos. Pero mientras que nosotros sólo los memorizábamos, él los analizaba. Japón era una nación superpoblada: ciento veintiocho millones de personas apretadas en menos de trescientos setenta mil kilómetros cuadrados de islas, casi todas montañosas y con poco terreno urbanizable. El bajo índice de criminalidad había resultado en la fuerza policial más pequeña y más débilmente armada del mundo industrializado. Japón era además un estado casi totalmente desmilitarizado. Debido a la “protección” norteamericana, nuestras fuerzas armadas no habían visto un combate real desde 1945. Ni siquiera las tropas que fueron enviadas al Golfo participaron en acciones bélicas, y pasaron casi todo su tiempo activo dentro de las paredes de sus campamentos. Teníamos acceso a toda esa información, pero no teníamos la capacidad de ver hacia dónde señalaba. En realidad nos sorprendió mucho la declaración pública del doctor Komatsu, en la que decía que la situación no tenía salida, y que todo Japón debía ser evacuado de inmediato.

Debió ser aterrador. 

¡Para nada! Desencadenó una explosión frenética de actividad, una carrera para descubrir dónde podía reubicarse nuestra población. ¿Acaso sería en el sur, en los atolones de coral del Pacífico Central, o quizá en el norte, colonizando los Kuriles, Sakhalin, o en algún lugar en Siberia? El que lograra descubrir la respuesta sería un Dios entre los otaku del ciberespacio. 

¿Y nunca se preocupó por su propia seguridad?

Claro que no. Japón estaba condenado, pero yo no vivía en Japón. Yo vivía en un mundo de información libre. Los siafu, así era como llamábamos a los infectados, no eran algo que debía ser temido, sino algo digno de estudio. Usted no tiene idea del tipo de desconexión con la realidad que yo sufría. Mi cultura, mi crianza, y luego mi estilo de vida de otaku, todos eso se combinaba para aislarme completamente. Japón podía ser evacuado, Japón podía ser destruido, y yo lo estaría observando todo desde la cima de mi montaña digital. 

¿Y qué hacían sus padres? 

¿Qué hay con ellos? Vivíamos en el mismo apartamento, pero nunca hablaba con ellos en realidad. Seguramente pensaban que estaba estudiando. Incluso después de que cerraron la escuela, les dije que debía estudiar para los exámenes. Nunca lo cuestionaron. Mi padre y yo nunca hablábamos. En las mañanas, mi madre dejaba una bandeja con el desayuno frente a mi puerta, y en la noche me llevaba la cena. El primer día en que no me llevó nada, no pensé nada raro. Me desperté esa mañana, como siempre; me masturbé, como siempre; me conecté en línea, como siempre. Ya era mediodía cuando comencé a sentir hambre. Detestaba esas sensaciones, hambre, cansancio, o la peor, deseo sexual. Eran distracciones físicas. Me molestaban. Muy a mi pesar, me alejé de la computadora y abrí la puerta de mi cuarto. No había comida. Llamé a mi madre. No hubo respuesta. Fui hasta la cocina, preparé un paquete de ramen, y volví a mi escritorio. Hice lo mismo esa noche, y una vez más a la mañana siguiente. 

¿Nunca se preguntó en dónde podían estar sus padres? 

La única preocupación que tenía eran los preciosos momentos que estaba perdiendo por tener que preparar mi propia comida. En mi mundo estaban sucediendo cosas muy emocionantes. 

¿Y qué pasaba con los demás otaku? ¿Ellos no discutían sus temores? 

Compartíamos hechos, no sentimientos, y eso no cambio ni siquiera cuando comenzaron a desaparecer. De pronto alguien ya no respondía mis e-mails, o dejaba de subir mensajes. Notaba que algunos llevaban más de un día sin conectarse, o sus servidores estaban caídos. 

¿Y eso no lo preocupó?

Me molestó. No sólo estaba perdiendo una fuente de información, sino que también estaba perdiendo posibles admiradores. Pegar un nuevo dato sobre las zonas de evacuación para Japón, y obtener cincuenta respuestas en lugar de sesenta era muy molesto, y luego esas cincuenta se convirtieron en cuarenta y cinco, y en treinta… 

¿Cuánto tiempo continuó así? 

Unos tres días. El último mensaje, de otro otaku en Sendai, decía que los muertos salían por montones del Hospital Universitario Tohoku, ubicado en el mismo cho que su casa. 

¿Y eso tampoco lo preocupó?

¿Por qué? Yo estaba ocupado tratando de enterarme de todo lo posible sobre el proceso de evacuación. ¿Cómo iban a implementarlo y qué organizaciones gubernamentales estaban involucradas? ¿Los campos de refugiados serían en Kamchatka o en Sakhalin, o en ambos lugares? ¿Y qué era toda esa información sobre una oleada de suicidios a lo largo y ancho del país? Tanta información, tantos datos por recoger. Me maldije por tener que irme a dormir esa noche. 

Cuando me desperté, la pantalla estaba en blanco. Traté de ingresar de nuevo. Nada. Traté reiniciando. Nada. Noté que la computadora estaba trabajando con batería auxiliar. No había problema. Tenía suficiente energía de reserva para diez horas de trabajo. También noté que la intensidad de mi señal era cero. No podía creerlo. Kokura, al igual que todo Japón, tenía la mejor infraestructura inalámbrica del mundo, y se suponía que era a prueba de fallos. Un servidor podía caerse, quizá hasta un puñado de ellos, ¿pero toda la red? Deduje que debía tratarse de mi computadora. Tenía que serlo. Saqué mi portátil e intenté conectarme. Sin señal. Lo insulté y me levanté para decirles a mis padres que tenía que usar su computadora por un rato. No estaban en casa. Frustrado, levanté el teléfono para llamar a celular de mi madre. Era inalámbrico, y la base requería energía eléctrica. Intenté con mi celular. Tampoco tenía señal. 

¿Sabe que sucedió con ellos? 

No, y hasta este día, no tengo idea. Sé que no me abandonaron, estoy seguro. Quizá a mi padre lo agarraron en el trabajo, y también a mi madre, mientras hacía las compras. Quizá murieron juntos, mientras iban o venían de la oficina de reubicación. Pudo haberles pasado cualquier cosa. No me dejaron ni una nota, nada. He tratado de investigarlo desde ese entonces.

Fui hasta el cuarto de mis padres, sólo para confirmar que no estaban allí. Intenté nuevamente con el teléfono. Todavía no me sentía mal. Todavía sentía que podía controlar la situación. Traté de conectarme de nuevo. ¿No es gracioso? En lo único que pensaba era en escapar de nuevo, regresar a mi mundo, en donde estaba a salvo. Pero no funcionó. Comencé a sentir pánico. “Ya,” comencé a gritar, tratando de hacer funcionar la computadora con mi fuerza de voluntad. “Ya, ya, ¡YA! ¡YA! ¡YA!” Le dí unos golpes al monitor. Mis nudillos se reventaron, y la imagen de mi propia sangre me aterrorizó. No había practicado ningún deporte cuando era niño, nunca me había lastimado, era demasiado para mí. Levanté el monitor y lo arrojé contra la pared. Estaba llorando como un bebé, gritando, hiperventilando. Comencé a temblar y vomité en el piso. Me levanté y me acerqué dando tumbos hasta la puerta. No sé que estaba buscando, sólo sabía que tenía que salir de allí. Abrí la puerta y me quedé mirando hacia la oscuridad. 

¿No intentó llamar a la puerta del vecino? 

No. ¿No le parece curioso? Incluso en lo peor de mi crisis, mi ansiedad social era tan grande que cualquier contacto personal seguía siendo tabú. Di unos cuantos pasos, me resbalé, y caí sobre algo suave. Estaba frío y resbaloso, se pegó en mis manos y en mi ropa. Apestaba. Todo el pasillo apestaba. De pronto fui consciente de un leve y persistente sonido, como un carraspeo, como si algo estuviese arrastrándose lentamente por el suelo. 

Traté de llamarlo, “¿hola?” Escuché un suave y gutural gemido. Mis ojos apenas estaban comenzando a acostumbrarse a la oscuridad. Comencé a reconocer una figura, grande, humana, arrastrándose sobre el abdomen. Me quedé paralizado, quería salir corriendo, pero al mismo tiempo quería… estar seguro. La puerta abierta de mi casa dibujaba un rectángulo de luz tenue y grisácea contra la pared del pasillo. Cuando esa cosa llegó hasta la luz, al fin pude ver su rostro, completamente intacto, perfectamente humano, excepto por su ojo derecho, que se balanceaba colgando del nervio. El ojo izquierdo estaba fijo en mí, y su gemido se convirtió en un áspero grito. Me levanté, entré corriendo a mi apartamento, y cerré la puerta a mis espaldas. 

Mi mente estaba clara, quizá por primera vez en muchos años, y de repente me di cuenta de que podía escuchar unos gritos lejanos, y que el aire olía a humo. Me acerqué a la ventana y abrí las cortinas. 

Kokura se había convertido en un infierno. Los incendios, los autos chocados… y los siafu en todas partes. Los ví entrando por las puertas, invadiendo apartamentos, devorando a gente que se escondía en esquinas y balcones. Ví a mucha gente saltando al vacío, hacia la muerte, o rompiéndose las piernas o la columna al aterrizar. Se quedaban tirados en el pavimento, sin poder moverse, gritando en agonía mientras los muertos se acercaban a ellos por todos lados. Un hombre, en el apartamento justo frente al mío, trató de enfrentarse a ellos con un palo de golf. Se dobló como si nada contra la cabeza de un zombie, mientras que otros cinco lo derribaban.

Y entonces… un golpe en la puerta. Mi puerta. Un… 

[sacude su puño] 

bom-bombom-bom… en la base, cerca del suelo. Podía escuchar esa cosa gimiendo allá afuera. Escuchaba también otros ruidos, en los demás apartamentos. Eran mis vecinos, la gente que siempre había tratado de evitar, cuyas caras y nombres casi ni podía recordar. Gritaban, imploraban, luchaban y lloraban. Escuché una voz, una mujer joven o un niño, en el apartamento directamente sobre el mío, repetía el nombre de alguien, pidiéndole que se detuviera. Pero la voz se perdió entre un coro de gemidos. Los golpes en mi puerta se hicieron más fuertes. Habían llegado más siafu. Traté de contener la puerta moviendo los muebles de la sala. Un esfuerzo inútil. Nuestro apartamento estaba, según sus estándares, casi desocupado. La puerta comenzó a ceder. Podía escuchar cómo crujían las bisagras. Deduje que sólo tendría unos cuantos minutos para tratar de escapar. 

¿Escapar? Pero si no podía abrir la puerta… 

Por la ventana, al balcón del apartamento de abajo. Pensé que podría amarrar unas sábanas para hacer una cuerda… 

[sonríe inocentemente]

… lo escuché de un otaku que era fanático de las películas norteamericanas de fugas. Sería la primera vez que utilizaría el conocimiento que había acumulado. 

Afortunadamente, el tejido resistió. Me descolgué por el balcón y comencé a bajar hacia el otro apartamento. De inmediato comencé a sentir calambres en los músculos. Nunca les había prestado mucha atención, y ahora ellos me lo estaban haciendo pagar caro. Luché para controlar mis movimientos y para no pensar en el hecho de que estaba a diecinueve pisos sobre el suelo. El viento era terrible, caliente y seco por culpa de todos esos incendios. Una corriente me sacudió y me arrojó contra la pared del edificio. Reboté contra el concreto y estuve a punto de soltarme. Pude sentir las puntas de mis pies rozando el riel del balcón de abajo, y tuve que hacer un gran esfuerzo para relajarme y dejarme caer esos pocos centímetros que faltaban. Aterricé sobre mi trasero, tosiendo y jadeando por culpa del humo. Podía escuchar ruidos en mi propio apartamento, los muertos habían derribado la puerta. Miré hacia arriba y ví una cabeza, el siafu de un solo ojo estaba tratando de pasar por el espacio entre el riel y el piso del balcón. Se quedó allí colgado por un momento, la mitad en el aire, la mitad adentro, y con un último empujón se desplomó por un costado. No puedo dejar de pensar que seguía tratando de agarrarme mientras caía, una imagen de pesadilla, cayendo hacia el suelo con los brazos extendidos hacia mí, y el ojo colgante pegado contra su frente. 

Podía escuchar a los otros siafu en mi balcón, y me dí la vuelta para ver si había alguno en aquel apartamento. Afortunadamente, la puerta del frente había sido asegurada como la mía. No se escuchaba ningún ruido de atacantes en el exterior. También fue un alivio ver una capa de polvo y cenizas sobre la alfombra. Era gruesa y sin huellas, lo que me indicaba que nada ni nadie había caminado por allí en un par de días. Por un momento creí estar solo, hasta que noté el olor. 

Abrí la puerta del baño y fui rechazado por una nube invisible de podredumbre. Había una mujer en la bañera. Se había cortado las venas, unas heridas largas y verticales a lo largo de las arterias, para asegurarse de que lo había hecho bien. Se llamaba Reiko. Era la única vecina que me había esforzado por conocer. Era una acompañante muy solicitada en un club para hombres de negocios extranjeros. Siempre había fantaseado sobre cómo se vería desnuda. Ahora lo sabía. 

Fue curioso, lo que más me perturbó fue que no pude recordar ninguna oración para los muertos. Había olvidado todo lo que mis abuelos habían tratado de enseñarme de niño, rechazándolo como datos obsoletos. Era una vergüenza, lo poco que sabía sobre las costumbres de mi gente. Lo único que pude hacer fue quedarme allí como un idiota, y murmurar una torpe disculpa por tomar sus sábanas. 

¿Sus sábanas?

Necesitaba más cuerda. Sabía que no podría quedarme allí por mucho tiempo. Además del riesgo para la salud que representa un cadáver descompuesto, no sabía cuánto tardarían los siafu de los otros pisos en sentir mi presencia y atacar la barricada. Tenía que salir del edificio, salir de la ciudad, y con algo de suerte, encontrar una manera para salir de Japón. Todavía no tenía un plan bien pensado. Sólo sabía que tenía que seguir bajando, un piso a la vez, hasta llegar a la calle. Pensé que el entrar en varios apartamentos me daría la oportunidad de reunir algunas provisiones, y aunque mi método de la cuerda de sábanas era arriesgado, no podía ser peor que todos esos siafu que seguramente estarían acechando en las escaleras y los pasillos del edificio. 

¿Pero no sería más peligroso cuando llegara a la calle? 

No, es más seguro. 

[Se fija en mi reacción.] 

No, en serio. Era una de las cosas que había aprendido en línea. Los muertos vivientes son lentos y es fácil escapar de ellos, incluso caminando. En un lugar cerrado, se corre el riesgo de quedar atrapado en un rincón estrecho, pero en un espacio abierto las opciones son infinitas. Mejor aún, en los reportes de los sobrevivientes que leí en línea, aprendí que el caos de una infección a gran escala puede ser utilizado como ventaja. Con tantos humanos aterrados y desorganizados distrayendo a los siafu, ¿qué posibilidades había de que se fijaran en mí? En tanto me fijara en donde pisaba, caminara rápidamente, y no tuviera la mala suerte de ser atropellado por algún conductor estúpido o herido por una bala perdida, tenía una enorme oportunidad de navegar con seguridad entre el caos de las calles. El problema era llegar hasta ellas. 

Me tardé tres días en llegar hasta el piso de abajo. Eso se debió en parte a mi vergonzoso estado físico. Para un atleta entrenado, mis piruetas con cuerdas improvisadas habrían sido todo un reto, así que puede imaginarse lo que fueron para mí. En retrospectiva, es todo un milagro el no haber caído al vacío, o no haber sufrido una infección mortal, con todas las heridas y raspaduras que soporté. Mi cuerpo se sostuvo gracias a la adrenalina y a un montón de analgésicos. Estaba agotado, nervioso, y no había dormido en esos tres días. No pude descansar apropiadamente. Cuando oscurecía, movía todo lo que podía contra la puerta del apartamento de turno, y me sentaba en un rincón, llorando, limpiando mis heridas, y maldiciendo mi debilidad hasta que el cielo volvía a aclarar. Una noche sí logré cerrar los ojos, incluso dormí por algunos minutos, pero los golpes de los siafu contra la puerta me hicieron saltar de inmediato por la ventana. Pasé el resto de la noche tirado en el piso del apartamento de más abajo. La puerta de vidrio deslizante estaba asegurada y no tuve la fuerza ni el valor para romperla. 

La segunda causa de mi demora fue mental, no física, y se debió a mi necesidad obsesivo-compulsiva de buscar cosas que me ayudaran a sobrevivir, sin importar cuánto me tardara. Mi vida en línea me había enseñado todo lo que había que saber sobre las armas adecuadas, ropa, comida y medicamentos. El problema era encontrarlos en un edificio de apartamentos donde sólo vivían asalariados de ciudad. 

[Se ríe.]

Debí verme muy gracioso, bajando por esas cuerdas de sábanas con el abrigo de un traje de oficina, y la mochila rosada de “Hello Kitty” de Reiko. Me tomó mucho tiempo, pero para el tercer día tenía casi todo lo que necesitaba, todo menos un arma decente. 

¿No había nada? 
[Sonríe.] 

Esto no es Norteamérica, en donde había más armas de fuego que personas. Es verdad —un otaku de Kobe sacó esa información directamente de los registros de su Asociación Nacional de Armas de Fuego. 

Pero quizá una herramienta, un martillo, una barra de acero… 

¿Y qué asalariado promedio le hace mantenimiento a su propia casa? Pensé en usar un palo de golf —de esos sí había muchos— pero recordé lo que le había pasado al hombre del apartamento del frente. Encontré un bate de béisbol hecho de aluminio, pero había sido usado tanto y estaba tan deformado, que ya no servía para nada. Busqué en todas partes, créame, pero no había nada lo suficientemente fuerte, duro o afilado como para defenderme. Pensé que una vez que llegara a la calle, quizá tendría mejor suerte —un bastón de un policía muerto, o hasta el arma de algún soldado.

Ese tipo de pensamientos fue lo que casi me cuesta la vida. Estaba a sólo cuatro pisos de altura, ya casi terminaba, y ya no me quedaba más cuerda. Cada sección que hacía me permitía alcanzar varios pisos, y en el de más abajo, conseguía más sábanas para hacer otra cuerda. Sabía que aquel sería el último tramo. Para ese momento tenía mi plan de escape bien organizado: aterrizar en el balcón del cuarto piso, entrar en el apartamento a buscar más sábanas (ya me había dado por vencido con la idea de conseguir un arma), bajar hasta la acera, robar la motocicleta más decente que viera (aunque no tenía ni idea de cómo conducir una), alejarme hacia el horizonte como uno de esos viejos bosozoku, y quizá hasta recoger una mujer o dos en el camino. 

[Se ríe.] 

Mi mente ya no estaba funcionando bien. Incluso si la primera parte del plan hubiese funcionado y hubiese llegado al suelo sin problemas, con mi cabeza en ese estado… bueno, lo que importa es que no lo logré.

 Aterricé en el balcón del cuarto piso, iba a abrir la puerta deslizante, y me encontré mirando directamente el rostro de un siafu. Era un hombre joven, de veintitantos años, con un traje hecho pedazos. Le habían arrancado la nariz de un mordisco, y apretaba su rostro ensangrentado contra el cristal. Salté hacia atrás, me agarré de la cuerda, y traté de subir de nuevo. Mis brazos no me respondieron. No sentí dolor ni calambres —mis músculos simplemente habían llegado a su límite. El siafu comenzó a gemir y a golpear el cristal con sus puños. Desesperado, traté de columpiarme de un lado al otro, tratando de desplazarme por la pared del edificio, y quizá aterrizar en el balcón de al lado. El cristal se rompió y el siafu trató de agarrarme de las piernas. Me impulsé con las piernas contra la pared, solté la cuerda, y me lancé con todas mis fuerzas contra el otro balcón… y fallé.

La única razón por la que estoy aquí hablando con usted, es porque mi caída en diagonal me llevó hasta el balcón de más abajo. Aterricé sobre mis piernas, me tropecé, y estuve a punto de caer por el otro lado. Entré al apartamento y de inmediato comencé a buscar si había otros siafu. La sala estaba vacía, y el único mueble era una mesa baja tradicional que estaba apoyada contra la puerta. El dueño debía haberse suicidado como los demás. No olía nada raro, así que supuse que se había lanzado por la ventana. Concluí que estaba solo, y esa pequeña sensación de alivio fue suficiente para que mis piernas dejaran de sostenerme. Me apoyé contra la pared de la sala, casi delirando por el cansancio. Había una colección de fotografías decorando la pared del otro lado. El dueño del apartamento había sido un anciano, y las fotografías daban cuenta de una vida muy activa. Había tenido una gran familia, muchos amigos, y había viajado a lo que parecían lugares exóticos e interesantes por todo el mundo. Yo ni siquiera había pensado en salir de mi propio dormitorio, mucho menos en vivir una vida como esa. Me prometí que si lograba salir vivo de aquella pesadilla, no sólo iba a dedicarme a sobrevivir, ¡iba a vivir! 

Mi atención se dirigió al otro objeto que decoraba el cuarto, un Kami Dana, un altar tradicional de Shinto. Había algo en el piso bajo el altar, supuse que era una carta de suicidio. El viento seguramente la derribó cuando abrí la puerta del balcón. No me pareció correcto dejarla allí tirada, así que crucé el cuarto como pude y me agaché para recogerla. Muchos Kami Dana tienen un pequeño espejo en el centro. Mis ojos captaron un movimiento en el espejo, algo que salía cojeando de uno de los cuartos a mis espaldas. 

La adrenalina me invadió al mismo tiempo que me daba la vuelta. El anciano todavía estaba en casa, y los vendajes sobre su rostro indicaban que no llevaba mucho tiempo reanimado. Se lanzó sobre mí; y me agaché. Mis piernas seguían débiles, y alcanzó a agarrarme por el pelo. Me retorcí, tratando de liberarme. Comenzó a tirar de mi cabeza, acercándola a su cara. Era sorprendentemente fuerte para su edad, con una musculatura igual, o incluso mayor que la mía. Pero sus huesos eran frágiles, y los escuché romperse cuando agarré el brazo que me sostenía. Le dí una patada en el pecho y salió despedido hacia atrás, su brazo roto aún sosteniendo un mechón arrancado de mi pelo. Golpeó contra la pared, y las fotografías cayeron sobre él, cubriéndolo de pedazos de vidrio. Se levantó y se lanzó nuevamente sobre mí. Retrocedí, me preparé, y lo agarré del brazo que seguía bueno. Se lo retorcí por la espalda, agarré con mi otra mano la parte de atrás de su cuello, y con un rugido que no creí posible en mí, lo empujé, corrí, y lo llevé hasta el balcón, arrojándolo sobre el riel. Aterrizó de frente contra el pavimento, su cabeza seguía gimiendo y mirándome, a pesar de que el resto de su cuerpo estaba completamente destrozado. 

De pronto hubo unos golpes en la puerta, otros siafu habían escuchado nuestra lucha. Comencé a trabajar llevado sólo por el instinto. Corrí hasta el cuarto del anciano y quité las sábanas de su cama. Decidí que no necesitaba muchas, sólo tenía que bajar tres pisos, y entonces… entonces me detuve, me quedé congelado, tan inmóvil como una fotografía. Eso precisamente era lo que había llamado mi atención, una fotografía que colgaba de la pared de su cuarto. Era en blanco y negro, granulosa, y mostraba una familia vestida con atuendo tradicional. Había una madre, un padre, un niño, y un joven en uniforme militar, supongo que se trataba del anciano. Tenía algo en la mano, algo que hizo que mi corazón se detuviera por un momento. Me incliné ante el hombre de la fotografía, y le dirigí un sincero “arigato,” casi a punto de llorar. 

¿Qué tenía en la mano?

La encontré en el fondo de un baúl, bajo una pila de papeles amarrados y los restos remendados del uniforme de la fotografía. La funda era verde, abollada, hecha de aluminio al estilo militar, y con un mango improvisado de cuero reemplazando la piel de tiburón original, pero la hoja… brillante como la plata, y era forjada, no cortada a máquina… con una leve curvatura como un torii, y una larga y aguda punta. Unas líneas gruesas y rectas recorrían toda la cresta, decorada con el kiku-sui, el Crisantemo Imperial, y un río auténtico, no grabado con ácido, demarcando el borde afilado. Una artesanía exquisita, y era claro que había sido hecha para combatir. 

[Yo señalo hacia la espada que descansa a un lado, y Tatsumi sonríe.]

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