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miércoles, 2 de enero de 2013

40.- WORLD WAR Z - KYOTO, JAPÓN

[El sensei Tomonaga Ijiro sabe exactamente quién soy, incluso antes de que entrar al salón. Al parecer, yo camino, huelo, y hasta respiro como un norteamericano. El fundador de los Tatenokai del Japón, o “Sociedad del Escudo,” me saluda con una inclinación y un apretón de manos, y luego me invita a sentarme frente a él como otro de sus estudiantes. Kondo Tatsumi, segundo hombre al mando después de Tomonaga, nos sirve el té y se sienta al lado del anciano maestro. Tomonaga comienza nuestra entrevista con una disculpa por cualquier incomodidad que pueda causarme su apariencia. Los ojos sin vida del sensei no han visto la luz desde que era un adolescente.] 

Yo soy un “hibakusha.” Perdí la vista a las 11:02 de la mañana, el 9 de Agosto de 1945, según su calendario. Estaba en la cima del monte Kompira, a cargo de la estación de alerta aérea junto con otros muchachos de mi clase. Ese día estaba nublado, así que escuché, pero no ví, el B-29 que pasaba sobrevolando nuestras cabezas. Era un solo B-san, probablemente en un vuelo de reconocimiento, y no valía la pena reportarlo. Me reí cuando mis compañeros saltaron dentro de la trinchera. Mantuve mis ojos fijos sobre el Valle de Urakami, con la esperanza de ver, al menos por un instante, el bombardero norteamericano. Lo único que ví fue un gran destello, la última cosa que vería en mi vida.

En Japón, los hibakusha, los “sobrevivientes de la bomba,” ocupan un lugar único en la escalera social del país. Nos trataban con simpatía y con comprensión: víctimas y héroes a la vez, y símbolos de toda lucha política. Sin embargo, como seres humanos, éramos poco más que indeseables. Ninguna familia permitía que sus hijos o hijas se casaran con nosotros. Los hibakusha eran impuros, manchas de sangre en las cristalinas aguas del onsen genético del Japón. Yo sentía esa vergüenza en un nivel mucho más personal. Yo no sólo era un hibakusha, sino que mi ceguera me convertía también en un estorbo.

A través de las ventanas del hospital, podía escuchar los sonidos de nuestra nación luchando por reconstruirse. ¿Y cuál era mi contribución a ese esfuerzo? ¡Nada! 

Muchas veces traté de conseguir cualquier clase de empleo, un trabajo, sin importar qué tan pequeño o denigrante fuera. Pero nadie me recibía. Seguía siendo un hibakusha, y conocí montones de palabras corteses e hipócritas de rechazo. Mi hermano me pidió que me quedara con él, insistiendo en que él y su esposa me cuidarían y me encontrarían alguna labor “útil” en la casa. Para mí eso era peor que el hospital. Lo acababan de licenciar en el ejército, y él y su esposa estaban tratando de concebir otro bebé. Me resultaba impensable imponerles una carga como esa. Por supuesto, también pensé en acabar con mi propia vida. De hecho lo intenté en varias ocasiones. Pero algo me lo impedía, deteniendo mi mano cada vez que tomaba un puñado de píldoras o un vidrio roto. Concluí que debía ser debilidad, ¿qué otra cosa podía ser? Un hibakusha, un parásito, y además un cobarde sin honor. Mi vergüenza no conocía fin en esos días. Tal y como el Emperador lo dijo en su carta de rendición, en verdad estaba “soportando lo insoportable.” 

Abandoné el hospital sin decírselo a mi hermano. No sabía hacia dónde ir, sólo sabía que tenía que alejarme lo más posible de mi vida, de mis recuerdos, y de mí mismo. Viajé mucho, casi todo el tiempo pidiendo limosnas… ya no tenía honor qué perder… hasta que me establecí en Sapporo, en la isla de Hokkaido. Ese territorio frío del norte siempre ha sido la prefectura menos habitada de Japón, y con la pérdida de Sakhalin y las Kuriles, se había convertido, como dicen los occidentales, en “el final del camino.” 

En Sapporo conocí a un jardinero ainú, Ota Hideki. Los ainú son el grupo indígena más antiguo del Japón, y en la escala social del país están mucho más abajo incluso que los coreanos. 

Quizá fue por eso que se compadeció de mí, otro paria expulsado de la gran tribu de Yamato. Quizá también lo hizo porque no tenía nadie más a quién heredarle sus conocimientos. Su hijo nunca regresó de Manchuria. Ota-san trabajaba en el Akakaze, un antiguo hotel de lujo que había sido convertido en un centro de repatriación para los exiliados japoneses de China. Al principio, la administración se quejó de que no tenían fondos suficientes para pagar otro jardinero. Ota-san me pagó de su propio bolsillo. Era mi maestro y mi único amigo, y cuando murió, yo mismo pensé en seguirlo a la tumba. Pero como era un cobarde, no pude reunir las fuerzas para hacerlo. En lugar de eso continué viviendo, trabajando en silencio mientras el Akakaze dejaba de ser un centro de repatriación y volvía a ser un hotel de lujo, y Japón pasaba de ser un basurero conquistado a ser una superpotencia económica.

Yo seguía trabajando en el Akakaze cuando escuché sobre la primera infección en nuestro territorio. Estaba podando los arbustos cerca del restaurante, cuando escuché a algunos de los clientes discutiendo sobre los asesinatos de Nagumo. De acuerdo con su conversación, un hombre había asesinado a su esposa, y luego se había lanzado sobre el cadáver como un perro hambriento. Fue la primera vez que escuché hablar de la “Rabia Africana.” Traté de ignorarlos y de seguir con mi trabajo, pero al día siguiente hubo más conversaciones, más voces susurrantes en el jardín y junto a la piscina. Nagumo era una noticia vieja comparado con el grave contagio en el Hospital Sumitomo de Osaka. Y al día siguiente hablaban de Nagoya, y luego Sendai, y de Kyoto. Traté de alejar sus conversaciones de mi mente. Había ido a Hokkaido para apartarme del mundo, para vivir allí mis días de vergüenza y de ignominia. 

La voz que finalmente me convenció del peligro fue la del administrador del hotel, un empleado sumamente serio que no toleraba las estupideces, y que siempre hablaba lento y de forma muy educada. Después de la epidemia en Hirosaki, organizó una reunión de personal para desmentir, de una vez por todas, todos esos rumores sobre los muertos que volvían a la vida. Yo sólo podía escuchar su voz, pero uno puede saber todo acerca de una persona por lo que pasa cuando abre su boca. El señor Sugawara estaba pronunciando sus palabras con demasiado cuidado, sobre todo las consonantes fuertes y agudas. Hacía eso para compensar por una dificultad del habla que había tenido muchos años antes, una dificultad que amenazaba con manifestarse nuevamente cada vez que sentía ansiedad. Yo había detectado antes ese mecanismo de defensa en el casi imperturbable Sugawara-san, una vez durante el terremoto del 95, y otra vez en el 98, cuando Corea del Norte había enviado un “misil de prueba” nuclear y de largo alcance sobre nuestro territorio. La cuidadosa articulación de Sugawara-san había sido casi imperceptible en aquel entonces, pero en esta ocasión podía escucharla tan claro como las sirenas de bombardeo de mi juventud. 

Y así, por segunda vez en mi vida, decidí escapar. Pensé en avisarle a mi hermano, pero había pasado tanto tiempo que no tenía idea de cómo contactarlo, o si seguía con vida. Ese fue el último, y quizá el más grande de todos mis actos deshonrosos, el peso más grande que voy a llevarme a la tumba. 

¿Por qué escapó? ¿Acaso tenía miedo de morir? 

¡Claro que no! ¡Incluso lo deseaba! Morir, la idea de librarme de una vida miserable era demasiado buena como para ser cierta… Lo que temía era que, una vez más, podía convertirme en una carga para la gente a mi alrededor. Podía retrasar a alguien que tratara de ayudarme, ocuparía el lugar de alguien más digno en los vehículos de evacuación, pondría en peligro las vidas de aquellos que trataran de salvar a un viejo ciego que no merecía ser salvado… ¿Y qué tal si esos rumores sobre los muertos volviendo a la vida eran ciertos? ¿Qué tal si resultaba infectado y volvía de entre los muertos a amenazar la vida de mis compatriotas? No, ese no iba a ser el destino de este miserable hibakusha. Si iba a morir, sería de la misma manera en que había vivido todo el tiempo. Olvidado, aislado y solo.

Me fui esa noche y comencé a caminar hacia el sur por la Autopista Central de Hokkaido. Lo único que llevaba conmigo era una botella de agua, algo de ropa limpia, y mi ikupasuy, una pala de jardinería larga y plana, similar a una vara de media-luna shaolín, y que por muchos años me había servido también como bastón. Todavía había mucho tráfico terrestre por esos días —el petróleo de Indonesia y del Golfo seguía llegándonos— y muchos conductores de camión y motociclistas fueron muy amables al darme un “aventón.” Con cada uno de ellos, la conversación se centraba en la crisis: “¿Ya supo que las Fuerzas de Defensa fueron movilizadas?”; “El gobierno va a tener que declarar un estado de emergencia”; “¿Se enteró de que anoche hubo un ataque aquí mismo, en Sapporo?” Nadie estaba seguro de qué pasaría al día siguiente, qué tanto iba a extenderse el desastre, ni quién sería la próxima víctima, y sin embargo, sin importar con quién hablara o qué tan asustados estuvieran, todas las conversaciones terminaban inevitablemente con un “…pero estoy seguro de que las autoridades nos dirán qué hacer.” Un camionero incluso me dijo, “en cualquier momento, ya verá, es sólo cuestión de esperar y no hacer un alboroto.” Esa fue la última voz humana que escuché, el día en que abandoné la civilización y me interné en las Montañas Hiddaka. 

Conocía muy bien ese parque nacional. Ota-san me había llevado allí todos los años a recoger sansai, un tipo de verdura salvaje que atraía a los botánicos, caminantes, y cocineros de todas las demás islas. Al igual que un hombre que se levanta en medio de la noche recuerda cómo están dispuestas todas las cosas en su dormitorio, yo conocía cada río, cada roca, cada árbol y cada parche de musgo de aquella zona. Recordaba también la localización de cada onsen que brotaba sobre la superficie, y por lo tanto nunca me faltaba un baño mineral fresco y revitalizante. Todos los día me repetía “Es un lugar perfecto para morir, pronto tendré un accidente, algún tipo de caída, o me enfermaré, me contagiaré de algo o comeré una raíz venenosa, o quizá me decida por fin a tomar el camino más honorable y dejaré de comer.” Sin embargo, todos los días me bañaba y conseguía comida, me abrigaba bien y cuidaba cada paso. A pesar de que deseaba la muerte, tomaba todas las medidas necesarias para evitarla. 

No tenía forma de saber lo que estaba pasando en el resto del país. Podía escuchar algunos sonidos distantes, helicópteros, cazas, el chillido firme y lejano de los aviones comerciales. Pensé que podía haberme equivocado, quizá la crisis ya había pasado. A pesar de todo, quizá las “autoridades” habían salido victoriosas, y el peligro ya había sido olvidado por todo el mundo. Quizá mi apresurada huída sólo había abierto una vacante para el empleo de jardinero en el Akakaze, y a lo mejor, una mañana, me despertarían los gritos de unos guardabosques, o las risas y los susurros de unos estudiantes en excursión. En efecto, algo sí me despertó una mañana, pero no era un grupo de estudiantes indisciplinados, y no, tampoco era uno de ellos. 

Era un oso, uno de los muchos osos higuma, grandes y pardos, que viven en los bosques de Hokkaido. Los higuma habían llegado originalmente desde la Península de Kamchatka, y tenían la misma ferocidad y fuerza de sus primos siberianos. Aquel era enorme, pude saberlo por el tono y la resonancia de su respiración. Calculé que estaba a no más de cuatro o cinco metros de mí. Me levanté lentamente y sin temor. A mi lado descansaba mi ikupasuy. Era lo más aproximado que tenía a un arma, y supongo que si la hubiese usado, habría podido oponer una extraordinaria defensa. 

Pero no la usó. 

No quería hacerlo. Aquel animal no era un depredador hambriento encontrado por azar. Era mi destino, o eso creí. Aquel encuentro sólo podía ser la voluntad de los Kami. 

¿Quiénes son los Kami?

Qué son los Kami. Los Kami son los espíritus que habitan cada faceta de nuestra existencia. Les rezamos, los honramos, y esperamos complacerlos y ganarnos su favor. Son los mismos espíritus que hacen que las corporaciones japonesas bendigan el terreno en el que construirán una fábrica, y la razón por la que los japoneses de mi generación respetábamos al Emperador como a un Dios. Los Kami son la base del Shinto, que literalmente significa “El Camino de los Dioses,” y el respeto por la naturaleza es uno de sus principios más antiguos y sagrados. 

Por eso estaba seguro de que se trataba de su voluntad. Al irme a vivir en el bosque, había contaminado de alguna manera la naturaleza. Después de deshonrarme a mí mismo, a mi familia, y a mi país, había dado el último paso y había deshonrado a los Dioses. Ellos habían enviado a un asesino para hacer lo que yo no había sido capaz, para borrar la mancha que yo había dejado. Agradecí a los Dioses por su misericordia. Lloré un poco mientras me preparaba para recibir el golpe final. 

Pero no llegó. El oso se quedó allí, resoplando, y luego emitió un suspiro agudo, casi como el de un niño. “¿Qué pasa contigo?” le grité a aquel carnívoro de trescientos kilos. “¡Ven y acaba conmigo!” El oso siguió quejándose como un perro asustado y luego se alejó corriendo, como una presa que huye aterrorizada. En ese momento escuché el gemido. Giré, y traté de concentrarme en mis oídos. Por la posición de la boca, supe que era más alto que yo. Escuché un pié arrastrándose por la tierra suave y húmeda, y el aire que burbujeaba a través de una herida abierta en su pecho. 

Lo escuchaba acercándose, gimiendo y manoteando. Logré esquivar su torpe intento de agarrarme y tomé mi ikupasuy. Concentré mi ataque en el origen de los gemidos. Fue un golpe rápido, y el crujido resonó a lo largo de mis brazos. La criatura cayó sobre la tierra mientras yo daba un triunfante grito de “¡Diez Mil Años!” 

Resulta difícil describir lo que sentí en ese momento. La furia había estallado en mi corazón, una fuerza y un valor que habían expulsado mi vergüenza como el sol expulsa a la noche de los cielos. De inmediato supe que los Dioses me habían favorecido. El oso no había sido enviado para matarme, había sido enviado como advertencia. No entendí la razón en ese momento, pero sabía que tendría que sobrevivir hasta el día en que esa razón me fuese revelada.

Y eso fue lo que hice durante los meses siguientes: sobreviví. Dividí mentalmente la reserva de Hiddaka en una serie de varios cientos de chi-tai. Cada chi-tai contenía algún objeto que representaba una protección física —un árbol, o una roca alta y plana— lugares en los que podía dormir sin estar expuesto al peligro de un ataque repentino. Siempre dormía durante el día, y sólo viajaba, buscaba comida, y cazaba de noche. No sabía si las bestias dependían de la visión tanto como los humanos, y no quería darles ni la más mínima ventaja.

La pérdida de mi visión me había preparado para estar siempre alerta mientras caminaba. Las personas que pueden ver tienden a ser descuidadas, y a dar por sentada su seguridad al moverse; ¿Si no es así, entonces cómo pueden tropezarse con algo que está a plena vista? El problema no está en los ojos sino en la mente, en un proceso de pensamiento perezoso, alimentado por toda una vida de dependencia de los ojos. Pero eso no pasa con la gente como yo. Yo tenía que estar en guardia todo el tiempo, cuidándome de cualquier peligro potencial, concentrado, alerta, y “midiendo cada uno de mis pasos,” por así decirlo. Añadir un peligro más a todo eso no era ningún problema. Cada vez que caminaba, lo hacía sólo por unos cuantos cientos de pasos a la vez. Luego me detenía, escuchaba, olía el aire, y a veces hasta presionaba mi oreja contra el suelo. Ese método nunca me falló. Nunca me sorprendieron, nunca me encontraron con la guardia baja. 

¿Alguna vez tuvo problemas para detectarlos en la distancia, por no poder ver a los que estaban a varios kilómetros?

Mis actividades nocturnas habrían sido un problema incluso para alguien con una visión normal, y cualquier bestia a varios kilómetros de distancia no representaba más peligro para mí que el que yo representaba para ella. No tenía que ponerme en guardia sino hasta que entraban en lo que yo llamo el “círculo de seguridad sensorial,” que es la distancia que podía percibir con mis oídos, mi nariz, mis manos y mis pies. En un buen día, cuando las condiciones eran propicias y Haya-ji estaba de buen humor, ese círculo se extendía casi medio kilómetro a mi alrededor. En los días malos, esa distancia podía acortarse a no más de quince o treinta pasos. Pero esos incidentes eran escasos, y ocurrían sólo cuando hacía enfurecer a los Kami, auque no alcanzo a imaginarme la razón. Las bestias también me ayudaban a su manera, y siempre tenían la decencia de avisarme antes de atacar. 

Ese aullido que lanzan en el momento en que detectan una presa no sólo me advertía de la presencia de una de esas criaturas, sino que también me indicaba su dirección, distancia, y momento exacto del ataque. Escuchaba su gemido resonando por las colinas y los campos, y sabía que, quizá en media hora, uno de los muertos vivientes estaría pasando a visitarme. En ocasiones como esa me detenía y me preparaba pacientemente para el ataque. Dejaba mi mochila a un lado, estiraba las piernas y los brazos, y algunas veces buscaba un lugar tranquilo para meditar. Siempre sabía cuándo estaban lo suficientemente cerca para atacar, y siempre me despedía de ellos con una inclinación y les agradecía por tener la cortesía de avisarme primero. Casi sentía lástima por esa pobre escoria inmunda, cruzando a pié todo aquel lugar, lenta y metódicamente, sólo para terminar su viaje con una cabeza partida o un cuello cercenado. 

¿Siempre acababa con sus enemigos de un solo golpe? 

Siempre. 

[Imita una estocada con una ikupasuy imaginaria.

Golpear de frente, nunca en arco. Al principio apuntaba hacia la base del cuello. Luego, cuando mis habilidades mejoraron con el tiempo y la experiencia, aprendí a golpear aquí… 

[Extiende su mano horizontalmente, apoyándola en la depresión entre la frente y la nariz.] 

Era un poco más difícil que la simple decapitación, con todo ese hueso duro en el medio, pero servía para destrozar el cerebro de una sola vez, a diferencia de lo que ocurría con la decapitación, porque la cabeza seguía viva y requería de un segundo golpe.

¿Y qué pasaba cuando había más de un atacante? ¿Era más problemático? 

Sí, al comienzo. Cuando sus números aumentaron, me encontré rodeado en más de una ocasión. Esas primeras batallas eran… “sucias.” Debo admitirlo, permitía que mis emociones tomaran el control de mis manos. Era como un remolino, no como un relámpago. Durante un combate en Tokachi-dake, destruí a cuarenta y uno de ellos en ese mismo número de minutos. Estuve limpiando fluidos corporales de mi ropa toda la noche. Después, cuando comencé a desarrollar más creatividad con mis tácticas, permitía que los Dioses me asistieran en el combate. Llevaba a las bestias hasta la base de una roca alta, y aplastaba sus cabezas desde arriba. Otras veces buscaba una roca estrecha que les permitiera subir a buscarme, no todos a la vez, como comprenderá, sino de uno en uno, y así podía empujarlos y destrozarlos contra el terreno rocoso de más abajo. Siempre agradecía al espíritu de la roca, el desfiladero, y la cascada que los recibía después de cientos de metros de caída. Claro que traté de que ese último incidente en la cascada no se convirtiera en costumbre. La escalada para bajar a recuperar el cuerpo fué muy difícil. 

¿Usted bajó a buscar en cadáver? 

Para enterrarlo. No podía dejarlo allí contaminando el río. No habría sido… “adecuado.” 

¿Entonces siempre enterraba los cuerpos?

Hasta el último de ellos. En una ocasión, después de Tokachi-dake, tuve que cavar por tres días. Las cabezas siempre las cortaba; la mayoría de las veces las quemaba, pero en Tokachi-dake, las arrojé dentro de un cráter volcánico para que la furia de Oyamatsumi limpiara su pestilencia. Nunca entendí del todo por qué lo hacía. Sólo sentía que era lo correcto, para separar los cuerpos de la fuente del mal. 

La respuesta llegó a mí durante la víspera de mi segundo invierno en el exilio. Era la última noche que dormiría en las ramas de un frondoso árbol. Cuando comenzara a caer la nieve, tendría que regresar a la caverna en la que había pasado el invierno anterior. Me había acabado de acostar y esperaba a que el calor del amanecer me arrullara hasta dormirme. Entonces escuché el sonido de unos pasos, demasiado rápidos y fuertes como para ser los de una bestia. Haya-ji quiso mostrarse favorable conmigo. Me llevó el olor de lo que sólo podía ser otro ser humano. Había aprendido que los muertos vivientes carecían casi por completo de olor. Sí claro, tenían un leve olor a carne descompuesta, quizá un poco más fuerte si el cuerpo se había reanimado hacía mucho tiempo, o si la carne masticada había pasado a través de su abdomen y se había acumulado en un montón podrido entre sus pantalones. Pero aparte de eso, los muertos vivientes poseen lo que yo llamo “una peste inodora.” No producen sudor, orina, ni heces en un sentido convencional. Ni siquiera tienen las bacterias en el estómago y la boca que producen el mal aliento en los humanos. Pero nada de eso se aplicaba a la criatura de dos patas que corría hacia mi refugio. Su boca, su cuerpo, su ropa… era evidente que ninguna de ellas había sido lavada en mucho tiempo.

Todavía estaba oscuro, así que no me vio. Sabía que su recorrido lo llevaría justo bajo las ramas de mi árbol. Me agaché en silencio. No sabía si se trataba de alguien hostil, un demente, o alguien recién contagiado. No iba a correr riesgos. 

[En ese momento, Kondo nos interrumpe.] 

KONDO: Cayó sobre mí sin darme tiempo de reaccionar. Mi espada salio volando, y mis pies cedieron bajo mi propio peso. 
TOMONAGA: Lo golpeé directamente entre los omoplatos, no tan fuerte como para causar daño permanente, pero lo suficiente como para sacar todo el aire de su cuerpo débil y desnutrido. 
KONDO: Me inmovilizó boca abajo, con el rostro contra el suelo, y el filo de la pala esa apoyado firmemente contra la parte de atrás de mi cuello. 
TOMONAGA: Le dije que se quedara quieto, que lo mataría si se movía. 
KONDO: Traté de hablar, balbuciendo a pesar de la tos, diciéndole que era inofensivo, que no sabía que él estaba allí, y que sólo quería seguir huyendo por mi cuenta. 
TOMONAGA: Yo le pregunté hacia dónde iba. 
KONDO: Le dije que hacia Nemuro, el principal puerto de evacuación de Hokkaido, donde quizá habría todavía algún transporte, un barco pesquero, o… cualquier cosa que me permitiera ir a Kamchatka. 
TOMONAGA: No le entendí. Le ordené que me explicara. 
KONDO: Le conté todo, sobre la plaga, y la evacuación. Lloré cuando le dije que todo Japón había sido abandonado, que Japón ya no existía. 
TOMONAGA: Y entonces lo supe. Supe por qué los Dioses me habían quitado la vista, por qué me habían enviado a Hokkaido a aprender a cuidar la tierra, y por qué habían enviado al oso a despertarme. 
KONDO: Se comenzó a reír mientras me ayudaba a levantarme y a limpiarme el polvo de la ropa. 
TOMONAGA: Le dije que Japón no había sido abandonado, que todavía quedaban las personas que los Dioses habían elegido como sus jardineros. 
KONDO: Al principio no entendí… 
TOMONAGA: Así que le expliqué que, como con cualquier jardín, no podíamos permitir que Japón se marchitara y muriera. Íbamos a cuidarlo, abonarlo, y a aniquilar la plaga andante que lo invadía. Restauraríamos toda su belleza y pureza, para el día en que sus hijos regresaran.
KONDO: Pensé que era un viejo loco, y se lo dije de frente. ¿Sólo nosotros dos contra millones de siafu? 
TOMONAGA: Le devolví su espada; su peso y balance se sintieron casi familiares. Le dije que quizá íbamos a enfrentar a cincuenta millones de demonios, pero que esos demonios estarían luchando contra los Dioses.

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