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miércoles, 2 de enero de 2013

19.- WORLD WAR Z - KHUZHIR, ISLA OLKHON, LAGO BAIKAL, SAGRADO IMPERIO RUSO


[El salón está desierto, salvo por una mesa, dos sillas, y un enorme espejo en la pared, el cual seguramente es un espejo de doble lado. Me siento de frente a mi entrevistada, tomando notas en un bloc que me entregaron (me prohibieron usar mi aparato de transcripción por “razones de seguridad”). El rostro de María Zhuganova se vé envejecido, su cabello está poniéndose gris, y su cuerpo apenas si cabe dentro del uniforme desgastado que insistió en usar para nuestra entrevista. Técnicamente estamos a solas, aunque sospecho que varios ojos nos observan desde el otro lado del espejo.] 

No sabíamos que había un Gran Pánico. Estábamos completamente aislados. Casi un mes antes de que todo comenzara, más o menos cuando esa periodista norteamericana reveló la historia, nuestro campamento fue puesto en aislamiento permanente e indefinido. Todos los televisores fueron retirados de las barracas, y nos quitaron los radios personales y los teléfonos celulares. Yo tenía uno de esos celulares baratos y desechables, con cinco minutos prepagados. Fue lo máximo que mis padres pudieron pagar. Se suponía que debía usarlo para llamarlos en mi cumpleaños, mi primer cumpleaños lejos de casa. 

Estábamos estacionados en Ossetia del Norte, en Alania, una de las repúblicas australes rebeldes. Nuestra labor oficial era “mantener la paz,” impidiendo cualquier conflicto étnico entre las minorías de Ossetia e Ingush. Nuestro tiempo de servicio estaba a punto de terminar justo cuando nos cortaron cualquier comunicación con el resto del mundo. Un asunto de “seguridad estatal” según nos explicaron. 

¿Quiénes?

Todo el mundo: nuestros oficiales, la Policía Militar, incluso un civil que apareció de la nada un día por la base. Era un desgraciado gruñón con una cara delgada como de rata. Así lo llamábamos: “Cara de Rata.” 

¿Alguna vez trataron de saber qué pasaba? 

¿Qué, yo? Nunca. Ninguno de nosotros. Ah, por supuesto que nos quejábamos; los soldados siempre se quejan. Pero no había tiempo para procesar ninguna queja formal. Después de que el apagón de las comunicaciones entró en efecto, nos pusieron en estado de alerta total. Hasta aquel momento, el trabajo había sido fácil — aburrido, monótono, alterado sólo por alguna caminata ocasional a las montañas. Pero luego tuvimos que pasar varios días a la vez en las montañas, cargando el equipo completo y municiones. Íbamos a cada aldea, a cada casa. Interrogábamos a cada campesino, a cada turista y… no sé… supongo que también a cada cabra que se nos atravesaba en el camino. 

¿Por qué los interrogaban? ¿Qué buscaban? 

No sabíamos. “¿Todos los miembros de su familia están bien?” “¿Ha desaparecido alguno?” “¿Han sido atacados por un animal o una persona rabiosos?” Esa era la parte que más me confundía. ¿Rabia? Era comprensible en los animales, ¿pero en la gente? También hacíamos un montón de revisiones físicas, desvistiendo por completo a esa pobre gente mientras los médicos examinaban cada centímetro de sus cuerpos buscando… algo… no nos dijeron qué. 

No tenía sentido, nada de eso. Una vez encontramos todo un depósito de armas, 74s nuevas, algunas 47s viejas, montones de balas, seguramente compradas a algún oportunista de nuestro batallón. No sabíamos a quién le pertenecían las armas; traficantes de drogas, o a la mafia local, quizá incluso a esos “Escuadrones de la Muerte” que eran la razón por la que nosotros estábamos allí en primer lugar. ¿Y qué hicimos? ¡Las dejamos allí! Ese civil, “Cara de Rata,” tuvo una reunión privada con los lideres de las aldeas. No supimos qué discutieron, pero se veían todos asustados de muerte: se persignaban y rezaban en silencio.

No lo entendíamos. Estábamos confundidos y enojados. No comprendíamos qué diablos estábamos haciendo allá afuera. Había un veterano en nuestro pelotón, Baburin, que había peleado una vez en Afganistán y dos veces en Chechenia. Se decía que durante la toma de Yeltsin, su BMP había sido el primero en disparar sobre los Duma. Nos gustaba escuchar sus historias. Siempre estaba de buen humor, y siempre se emborrachaba… cuando podía permitírselo. Pero todo cambió después del incidente con las armas. Dejó de sonreír y no volvió a contar historias. Creo que no volvió a beber ni una gota, y cuando nos hablaba, que era casi nunca, lo único que decía era, “Esto no está bien. Algo va a pasar.” Cuando trataba de preguntarle algo más, sólo se encogía de hombros y se marchaba. La moral estaba por el suelo después de eso. La gente estaba tensa, sospechando de todo. Cara de Rata siempre estaba por ahí, en las sombras, escuchando, observando, susurrando cosas al oído de nuestros oficiales.

Él estaba con nosotros el día en que pasamos por un pueblo pequeño y sin nombre, unas chozas primitivas en lo que parecía ser el borde más alejado del mundo. Habíamos realizado las búsquedas y los interrogatorios de rutina, y estábamos a punto de empacar y largarnos. De pronto una niña, un niña pequeña, llegó corriendo por la única calle del pueblo. Estaba llorando, claramente aterrorizada. Le decía algo a sus padres… ojalá me hubiese tomado el tiempo de aprender su idioma… y señalaba al otro lado de un sembrado. Había una figura pequeña, otra niña, que caminaba hacia nosotros tropezando por entre el lodo. El teniente Tikhonov levantó sus binoculares y pude ver cómo su rostro perdía todo su color. Cara de Rata se acercó a él, miró a través de sus propios prismáticos, y luego le dijo algo al oído. Petrenko, el francotirador del pelotón, recibió la orden de apuntar su arma y enfocar a la niña. Lo hizo. “¿La tienes?” “La tengo.” “¡Fuego!” Creo que así fue. Recuerdo que hubo una pausa. Petrenko miró al teniente y le pidió que repitiera la orden. “Ya me escuchó,” dijo con rabia. Yo estaba más lejos que Petrenko y lo había escuchado bien. “¡Le ordeno eliminar el objetivo, ahora!” Ví que el cañón de su rifle temblaba. Era un mocoso flaco y desgarbado, ni el más fuerte ni el más valiente, pero bajó su arma de repente y dijo que no lo haría. Así nada más. “No, señor.” Sentí como si el sol se hubiese congelado en el cielo. Nadie sabía qué hacer, sobre todo el teniente Tikhonov. Nos miramos los unos a los otros, y luego miramos al sembrado. 

Cara de Rata iba caminando por allí, lenta, casi tranquilamente. La niña estaba tan cerca que podíamos ver su cara. Sus ojos muy abiertos, mirando directamente a Cara de Rata. Levantó los brazos, y escuché ese agudo y ahogado gemido. Se encontraron a mitad del sembrado. Todo terminó antes de que pudiésemos darnos cuenta de lo que había sucedido. Con un movimiento suave y fluido, Cara de Rata sacó una pistola de entre su chaqueta, le disparó a la niña justo entre los ojos, y se dio la vuelta para regresar caminando hacia nosotros. Una mujer, probablemente la madre de la criatura, estalló en llanto. Cayó de rodillas, escupiéndonos e insultándonos. A Cara de Rata no le importó, o ni siquiera se dio cuenta. Sólo le susurró algo al teniente Tikhonov y se subió al BMP como si se tratara de un taxi en Moscú. 

Esa noche… tirada en mi catre sin poder dormir, traté de no pensar en lo que había pasado. Traté de no pensar en el hecho de que la Policía Militar se había llevado a Petrenko, o que nuestras armas habían sido retenidas y guardadas en el depósito. Sabía que debía sentirme mal por lo de la niña, furiosa, con ganas de desquitarme con Cara de Rata, y quizá un poco culpable por no haber levantado ni un dedo para impedirlo. Sabía que esas eran las emociones que debería haber sentido; pero en ese momento lo único que sentía era miedo. No podía dejar de pensar en o que me había dicho Baburin, que algo malo estaba por pasar. Sólo quería irme a casa, ver a mis padres. ¿Qué tal si habíamos sufrido un horrible ataque terrorista? ¿Qué tal si estábamos en guerra? Mi familia vivía en Bikin, prácticamente al lado de la frontera con China. Tenía que hablar con ellos, asegurarme de que estaban bien. Estaba tan angustiada que sentí náuseas y empecé a vomitar, tanto que tuvieron que llevarme a la enfermería. Por eso no pude ir a patrullar al siguiente día, y todavía estaba en cama cuando regresaron por la tarde.

Estaba tirada en mi catre, releyendo una copia vieja de Semnadstat. Escuché un alboroto, motores de vehículos, voces. Una enorme multitud se encontraba reunida en el patio de formaciones. Me abrí paso entre ellos y ví a Arkady parado en el centro de aquella masa. Arkady era el artillero de mi escuadrón, un tipo grande como un oso. Éramos buenos amigos porque él mantenía alejados a los otros hombres, si usted me entiende. Él solía decir que yo le recordaba a su hermanita. 

[Sonríe con tristeza.] 

Me gustaba. 

Había alguien arrastrándose a sus pies. Parecía como una anciana, pero tenía un saco de lona cubriéndole la cabeza y una cadena alrededor del cuello. Su vestido estaba hecho jirones y la piel de sus piernas había sido pelada casi por completo. No había sangre, solo una especie de pus negro. Arkady estaba en medio de un discurso agresivo y furioso. “¡No más mentiras! ¡No más órdenes de dispararle a los civiles! Por eso tuve que matar al pequeño zhopoliz…” 

Busqué al teniente Tikhonov, pero no lo ví por ninguna parte. Sentí como una bola de hielo en mi estómago. 

“…¡porque yo quería que todos pudieran verlo!” Arkady alzó la cadena, levantando a la vieja babushka por el cuello. Agarró el sacó que le cubría la cabeza y se lo quitó. Su rostro era gris, al igual que el resto de su piel, Sus ojos eran fieros y muy abiertos. Se revolcaba como un lobo rabioso y trataba de agarrar a Arkady. Él apretó una de sus poderosas manos alrededor de su cuello, sosteniéndola a un brazo de distancia. 

“¡Quiero que todos vean por qué estamos aquí!” Agarró el cuchillo de su cinturón y lo clavó en el corazón de la anciana. Contuve un grito, todos lo hicimos. Estaba clavado hasta la empuñadura pero ella seguía retorciéndose y gritando. “¡Ya ven!” dijo él, apuñalándola varias veces más. “¡Ya ven! ¡Esto es lo que no quieren decirnos! ¡Nos estamos matando aquí afuera para encontrar esto!” Algunas cabezas comenzaron a asentir, y se escucharon unos murmullos de aprobación. Arkady continuó, “¿Y qué tal si estas cosas están en todas partes? ¡¿Qué tal si justo ahora están en nuestras casas, con nuestras familias?!” Estaba tratando de mirarnos fijamente a todos. No estaba prestándole mucha atención a la anciana. Su puño se aflojó, ella logró liberarse y lo mordió en la mano. Arkady rugió. Hundió de un puñetazo el rostro de la anciana. Ella cayó a sus pies, retorciéndose y vomitando esa baba negra. Arkady terminó el trabajo con su bota; todos escuchamos cómo se le quebró el cráneo. 

La sangre goteaba de la profunda herida en el puño de Arkady. Lo sacudió en el aire, y lanzó un grito que hizo que las venas de su cuello se hincharan. “¡Queremos ir a casa!” “¡Queremos proteger a nuestras familias!” Otras personas de la multitud comenzaron a repetirlo. “¡Sí! ¡Queremos proteger a nuestras familias! ¡Este es un país libre! ¡Una democracia! ¡No pueden tenernos como prisioneros!” Yo también grité, coreando con el resto de la gente. Esa anciana, una criatura que podía recibir una cuchillada en el corazón sin morir… ¿qué pasaría si estaban en nuestros pueblos? ¿Qué tal si estaban amenazando a nuestros seres queridos… a mis padres? Todo el miedo, todas las dudas, todas nuestras emociones confusas y nuestro pesimismo se fundieron en forma de ira. “¡Queremos ir a casa! ¡Queremos ir a casa!” Cantábamos, gritábamos, y entonces… una bala pasó silbando junto a mi oreja y el ojo izquierdo de Arkady se hundió. No recuerdo haber corrido, ni haber inhalado el gas lacrimógeno. No recuerdo en qué momento aparecieron los comandos Spetznaz, pero de pronto nos tenían rodeados, golpeándonos, encadenándonos a todos juntos. Uno de ellos se paró con tanta fuerza sobre mi pecho que creí que moriría allí mismo.

¿Fue entonces cuando se implementaron los diezmos? 

No, eso fue mucho antes. No habíamos sido la primera unidad en rebelarse. Las cosas habían comenzado más o menos en los días en que la Policía Militar cerró la base. Para el momento en que nosotros hicimos nuestra pequeña “demostración,” el gobierno ya tenía decidido cómo iban a restaurar el orden. 

[Se acomoda el uniforme, y endereza la espalda antes de seguir hablando.] 

“Diezmar”… yo creía que quería decir acabar, causar gran daño, destruir, reducir al enemigo… en realidad quería decir eliminar en un diez por ciento, uno de cada diez debía morir… y eso fue exactamente lo que hicieron con nosotros. 

Los Spetznaz nos pusieron en fila en el patio de formaciones, con nuestros uniformes de gala para hacerlo mucho peor. Nuestro nuevo comandante nos dio un discurso sobre el deber y la responsabilidad, sobre nuestro juramento de defender la Madre Patria, y cómo habíamos faltado a ese juramento con nuestra traición egoísta y nuestra cobardía. Nunca había escuchado palabras como esas antes. “¿Deber?” “¿Responsabilidad?” Rusia, mi Rusia, era un enorme desorden sin política. Vivíamos en medio del caos y la corrupción, luchando para sobrevivir cada día. Las fuerzas armadas no eran ningún bastión del patriotismo; eran un lugar en el que se aprendía a comerciar, a conseguir comida, una cama, y quizá un poco de dinero extra para enviar a casa cuando el gobierno decidía que era conveniente pagarles a los soldados. “¿Juramento de proteger la Madre Patria?” Así no hablaba la gente de mi generación. Esas eran las palabras que usaban los veteranos de las guerras, los viejos locos y tercos que inundaban la Plaza Roja con sus desteñidas banderas soviéticas e hileras de medallas colgando de sus apolillados uniformes. El deber a la patria era un chiste. Pero yo no me estaba riendo. Sabía que enfrentábamos una ejecución. Los hombres armados a nuestro alrededor, los tipos en las torres de guardia… estaba lista, cada músculo de mi cuerpo estaba tenso esperando recibir un disparo. Pero entonces escuché esas palabras… 

“Son unos niños malcriados que creen que la democracia es un derecho dado por Dios. ¡La esperan y la exigen! Muy bien, ahora van a tener la oportunidad de ponerla en práctica.” 

Esas fueron exactamente sus palabras, las he tenido estampadas en el interior de mis párpados por el resto de mi vida. 

¿Qué quiso decir con eso? 

Que nosotros decidiríamos quién sería castigado. Separados en grupos de diez, tendríamos que votar y elegir a uno de nosotros para ser ejecutado. Nosotros… los soldados, tendríamos que asesinar a nuestros amigos. Pasaron entre nosotros con unas carretillas. Todavía puedo escuchar cómo rechinaban esas ruedas. Estaban llenas de piedras, del tamaño de un puño, pesadas y cortantes. Algunos lloraron, discutieron con nosotros, imploraron como niños pequeños. Otros, como Baburin, simplemente se quedaron allí sentados sobre sus rodillas, mirándome directamente a los ojos mientras ponía mi piedra al lado de la suya.

[María suspira suavemente, mirando por sobre su hombro al espejo de dos caras.] 

Brillante. Eran unos malditos genios. Las ejecuciones convencionales podrían haber restaurado la disciplina y devuelto el orden a toda la unidad, pero al convertirnos en cómplices, nos tenían amarrados no sólo por el temor, sino también por la culpa. Podríamos habernos negado, podríamos habernos resistido a elegir y haber muerto en su lugar, pero no lo hicimos. Les seguimos el juego. Tomamos una decisión consciente, y como esa decisión tuvo un precio tan alto, ninguno de nosotros quiso tener que volver a decidir por su cuenta. Ese día renunciamos a nuestra libertad, y nos sentimos felices de dejarla ir. Desde ese momento vivimos con una libertad diferente, la libertad de señalar a alguien más y decir “¡Ellos me ordenaron hacerlo! Es su culpa, no la mía.” La libertad de decir, y que Dios nos perdone, “yo sólo estaba siguiendo órdenes.”

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