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miércoles, 2 de enero de 2013

32.- WORLD WAR Z - WENATCHEE, WASHINGTON


[La sonrisa de Joe Muhammad es tan amplia como sus hombros. Aunque de día trabaja como administrador del taller de reparación de bicicletas del pueblo, pasa su tiempo libre transformando el metal fundido en exquisitas obras de arte. Es más conocido, sin duda, por la estatua de bronce que se levanta sobre la avenida principal de Washington, D.C., el Monumento a los Vigilantes Comunitarios, en el que se ven dos ciudadanos de pié, y uno en una silla de ruedas.] 

La funcionaria de reclutamiento estaba muy nerviosa. Trató de convencerme de que no lo hiciera. ¿Ya había hablado con el representante del CRN? ¿Conocía las otras labores que podía hacer para ayudar con el esfuerzo de guerra? Al principio no entendí; yo ya tenía un trabajo en la planta de reciclaje. ¿Esa era precisamente la idea de los Equipos de Vigilancia Comunitaria, no? Era un servicio voluntario de medio tiempo para después de salir del trabajo. Traté de explicárselo. A lo mejor no le había entendido bien. Mientras trataba de darme alguna otra excusa improvisada y floja, ví que sus ojos se desviaban hacia mi silla. 

[Joe es discapacitado.]

¿Puede creerlo? ¿La extinción de nuestra especie estaba tocando a nuestras puertas, y ella seguía tratando de ser políticamente correcta? Me reí. Me le reí en la cara. ¿Qué, acaso pensaba que yo me había aparecido allí sin saber lo que se esperaba de mí? ¿Acaso esa perra estúpida no había leído el manual de seguridad? Bueno, yo sí. El objetivo del programa de EVC era patrullar tu propio vecindario, caminando, o en mi caso, rodando por las aceras, deteniéndose para revisar cada casa. Si por alguna razón había que entrar en una, al menos dos miembros tenían que quedarse siempre vigilando afuera. 

[Se señala a sí mismo.] 

¡Holaaaa! ¿Y a quién creía ella que nos estábamos enfrentando? Ni que tuviéramos que perseguirlos saltando sobre los muros y los jardines. Ellos siempre iban a echársenos encima. Y cuando lo hicieran, digamos, sólo en teoría, ¿qué pasaría si eran más de los que podía manejar? Diablos, si yo no pudiera rodar más rápido de lo que camina un zombie, ¿cómo habría logrado sobrevivir? Le expuse mis razones tranquilamente y con claridad, e incluso la reté a pensar en una situación en la que mi condición física pudiese ser un impedimento. No pudo. Dijo algo sobre tener que consultarlo con su coordinador, y que debía regresar al día siguiente. No lo acepté, le dije que podía llamar a su coordinador, y al coordinador de él, y a todos los demás de ahí para arriba hasta El Oso en persona, pero que no me iba a mover de allí hasta que me entregaran mi chaqueta naranja. Grité fuerte para que todos en el salón pudiesen oírlo. Todo el mundo me miró, y luego a ella. Eso fue suficiente. Me dieron mi chaqueta y salí de allí más rápido que cualquier otra persona ese día. 

Como ya le dije, la Vigilancia Comunitaria significa literalmente patrullar el vecindario. Era un cargo semi-militar; íbamos a charlas y cursos de entrenamiento. Había líderes designados y reglas estrictas, pero no había que saludar a nadie diciéndole “señor” ni ninguna otra mierda de esas. El armamento tampoco estaba regulado. Casi todas eran herramientas cuerpo a cuerpo —hachas, bates, algunas barras de acero y machetes— todavía no teníamos Lobos. Al menos tres personas de cada equipo tenían que cargar armas de fuego. Yo tenía una AMT Lightning, una carabina semiautomática calibre 22. No tenía retroceso, así que podía dispararla sin tener que ponerle el seguro a mis ruedas. Una buena arma, sobre todo después de que las municiones se estandarizaron y todavía me seguían sirviendo. 

Los equipos cambiaban según el horario libre de cada uno. En ese entonces todavía había mucho desorden, porque DEstRe estaba reorganizando todo. Los turnos de noche eran los más difíciles. Uno se olvida de lo oscura que es la noche cuando no hay luces afuera. Tampoco había muchas luces en las casas. La gente se iba a dormir muy temprano, cuando empezaba a oscurecer, así que excepto por una que otra vela, o alguien con permiso especial para un generador, por ejemplo para adelantar trabajos de guerra en la noche, todas las casas quedaban completamente a oscuras. Ni siquiera teníamos la luz de las estrellas y la luna, con toda esa basura flotando en la atmósfera. Patrullábamos con linternas, modelos civiles comprados en cualquier tienda; todavía teníamos baterías, y les poníamos celofán rojo en el extremo para proteger nuestra visión nocturna. Parábamos en cada casa, tocábamos, y le preguntábamos al que estuviera de guardia si todo andaba bien. Los primeros meses fueron un poco difíciles, por culpa del programa de reubicación. Salía tanta gente de los campos de refugiados, que todos los días aparecía una docena de vecinos nuevos, e incluso inquilinos.

Nunca antes me dí cuenta de lo bien que estábamos antes de la guerra, encerrado en mi suburbio de Stepford. ¿Para qué necesitaba una casa de trescientos veinte metros cuadrados, con tres alcobas, dos baños, cocina, sala, patio y estudio? Había vivido solo durante años, pero de pronto me encontré viviendo con una familia de Alabama, seis en total, que aparecieron un día frente a mi puerta con una carta del Departamento de Vivienda. Fue molesto al principio, pero uno se acostumbra. No tuve ningún problema con los Shannon, ese era su apellido. Nos entendimos muy bien, y dormía mucho mejor sabiendo que alguien más vigilaba. Esa era una de las nuevas reglas para todos en casa. Alguien tenía que hacer guardia por la noche. Teníamos todos sus nombres en una lista, para asegurarnos de que no fueran invasores o ladrones. Revisábamos sus identificaciones, su fotografía, y les preguntábamos si todo estaba tranquilo. Normalmente decían que sí, o reportaban algún ruido raro para que lo revisáramos. Dos años después, cuando dejaron de llegar los refugiados y ya todo el mundo se conocía, dejamos de preocuparnos por las listas y las identificaciones. Todo fue más tranquilo desde entonces. Pero ese primer año, cuando la policía apenas se estaba reorganizando y las zonas seguras no estaban limpias del todo… 

[Se estremece con un efecto dramático.] 

En ese entonces todavía había muchas casas desocupadas, derribadas o saqueadas, o simplemente abandonadas con las puertas abiertas. Poníamos montones de cinta policial en las puertas y ventanas. Si encontrábamos algunas cintas rotas, eso quería decir que quizá un zombie estaba adentro. Llegó a pasar un par de veces. Yo me quedaba esperando afuera, con el rifle listo. Algunas veces se escuchaban gritos, otras veces disparos. A veces sólo se escuchaba un gemido, golpes, y luego alguno de tus compañeros salía con un arma ensangrentada y una cabeza cortada en la mano. Yo tuve que encargarme personalmente de varios. A veces, cuando el equipo estaba adentro y yo vigilaba la calle, escuchaba algún sonido, crujidos de ramas y hojas secas a medida que algo se abría paso entre los matorrales. Lo alumbraba con la linterna, pedía ayuda, y luego lo despachábamos. 

Una vez estuve a punto de quedar marcado. Estábamos revisando una casa de dos pisos: cuatro habitaciones, cuatro baños, algunos muros se habían derrumbado porque algún demente había entrado por la ventana y atravesado la sala con un Jeep Liberty. Mi compañera preguntó si podía ir al baño a “maquillarse”. Se alejó detrás de unos arbustos. Mal hecho. Yo estaba distraído, preocupado por lo que podía estar pasando dentro de la casa. No me fijé en lo que pasaba a mis espaldas. De pronto sentí un tirón en la silla. Traté de girar, pero algo tenía atascada la rueda derecha. Miré de lado y apunté con mi linterna. Era un “arrastrado,” uno de esos que perdieron las piernas. Estaba tratando de alcanzarme desde el suelo, agarrándose y subiendo por la rueda. La silla me salvó la vida. Me dio un segundo y medio de ventaja para apuntarle con mi carabina. Si yo hubiese estado de pié, me habría agarrado por un tobillo y se habría llevado un buen bocado. Fue la última vez que me distraje en el trabajo. 

Los zombies no eran el único problema que teníamos que enfrentar. Estaban los ladrones, no hablo de los criminales organizados, sino gente que robaba cosas para poder sobrevivir. Lo mismo pasaba con los invasores ilegales; pero en ambos casos, casi siempre las cosas terminaban bien. Simplemente los invitábamos a nuestras casas, les dábamos lo que necesitaban, y los cuidábamos hasta que el Departamento de Vivienda se hacía cargo de ellos. 

Pero también había ladrones de verdad, jodidos profesionales. Esa fue la única vez que me hirieron.

[Joe tira del cuello de su camiseta, mostrándome una cicatriz circular del tamaño de una vieja moneda de diez centavos.] 

Nueve milímetros, justo a través del hombro. Mi equipo lo sacó de la casa, y yo le grité que se detuviera. Es la única vez que tuve que matar a alguien, gracias a Dios. Cuando comenzaron a funcionar las nuevas leyes, el crimen convencional desapareció casi por completo. 

También estaban los salvajes, ya sabe, esos niños que habían perdido a sus padres. Los encontrábamos acurrucados en los sótanos, en los armarios, o debajo de las camas. Algunos de ellos habían caminado desde lugares tan lejanos como la Costa Este. Tenían mala pinta, todos desnutridos y enfermos. Muchas veces salían corriendo. Y esas fueron las únicas veces que me sentí mal, ya sabe, por no poder salir corriendo tras ellos. Alguien más los perseguía, y casi siempre los atrapaban, pero no siempre. 

El principal problema eran los quislings. 

¿Quislings? 

Sí, ya sabe, la gente esa que se volvió loca y comenzó a actuar como los zombies. 

¿Quiere hablarme más de ellos? 

Bueno, no soy médico, así que no sé los términos correctos. 

No hay problema.

Bueno, según entiendo, hay ciertos tipos de persona que no pueden lidiar con situaciones de vida o muerte. Se ven atraídos por aquello que temen. En lugar de resistirse, quieren complacerlo, unirse a él, y parecerse a él. Supongo que es lo que pasa en los secuestros, ya sabe, esa gente con síndrome de Patty Hearst o de Estocolmo, o, como en la guerra normal, cuando la gente del país invadido se une al ejército del enemigo. Algunas veces resultan ser mejores soldados que la gente a la que tratan de parecerse, como los fascistas franceses que se convirtieron al las tropas más leales de Hitler. Quizá por eso es que los llaman quislings, porque parece una palabra en francés, o algo así.

Pero en esta guerra no se podía hacer eso. Uno no podía tirar el arma y levantar las manos diciendo, “hey, no me maten, estoy de su lado.” No había color gris en esta lucha, no había puntos medios. Supongo que mucha gente no pudo soportarlo. Comenzaron a moverse como zombies, a gemir como ellos, e incluso a atacar y comerse a otras personas. Así fue como encontramos al primero. Era un tipo adulto, de treinta y algo. Sucio, torpe, caminando por la acera. Creímos que simplemente estaba en shock, hasta que mordió a uno de mis compañeros en el brazo. Fueron unos segundos horribles. Derribé al Q con un disparo en la cabeza, y luego fui a revisar a mi amigo. Estaba sentado a un lado del camino, maldiciendo, llorando, y mirando la herida en su brazo. Era una sentencia de muerte, y él lo sabía. Ya estaba listo para volarse él mismo la cabeza, cuando descubrimos que al tipo que derribé le salía sangre roja de la herida. ¡Cuando revisamos el cuerpo, descubrimos que todavía estaba tibio! Debería haber visto la expresión de mi compañero. No todos los días uno recibe una segunda oportunidad del Jefe allá arriba. Lo irónico fue que estuvo a punto de morir de todas formas. El maldito Q tenía tantas bacterias en la boca, que le produjo una infección casi fatal de estafilococos. 

Pensamos que habíamos hecho algún tipo de descubrimiento, pero resultó que había estado sucediendo desde mucho antes. Estaban a punto de anunciárselo al público. Incluso mandaron a un experto desde Oakland para que nos enseñara qué hacer si nos encontrábamos a uno. No lo podíamos creer. ¿Sabía que los quislings fueron la razón por la que muchos creyeron al principio que eran inmunes? También tuvieron la culpa de que todas esas drogas de porquería tuvieran tanto éxito. Píenselo. Alguien por ahí andaba tomando Phalanx, y lo mordieron pero sobrevivió. ¿Qué más iba a pensar? En ese entonces no se sabía que existían los quislings. Son igual de agresivos que los zombies de verdad, y en algunos casos son más peligrosos. 

¿Por qué? 

Bueno, para comenzar, no se congelan. Bueno, claro que se mueren por exposición al frío, pero si la temperatura es moderada y ellos llevan ropas abrigadas, no tienen problemas. Además se mantenían bien alimentados con la gente que mataban. A diferencia de los zombies, ellos pueden resistir más tiempo, no se pudren. 

Pero también son más fáciles de matar. 

Sí y no. A ellos no hay que apuntarles a la cabeza; se les puede dar en los pulmones, el corazón, en cualquier parte, y eventualmente se desangran. Pero si no se los detiene con el primer disparo, siguen atacando hasta que están muertos. 

¿Acaso no sienten dolor? 

No. Tiene que ver algo con eso del poder de la mente sobre la materia, están tan desconectados que pueden neutralizar el dolor que llega al cerebro, o algo así. En realidad debería hablar de eso con un experto. 

Continúe por favor. 

Bueno, por eso era que no se podía razonar con ellos. No había nadie a quién hablarle. Esas personas eran también zombies, quizá no físicamente, pero mentalmente no había ninguna diferencia. A veces era también difícil reconocerlos a simple vista, cuando estaban lo suficientemente sucios, ensangrentados o enfermos. Los zombies no huelen tan mal como uno creería, no cuando hay pocos y están frescos. ¿Cómo diferenciar a un zombie de un imitador que está invadido de gangrena? No se podía. Los militares no nos enviaron perros sabuesos ni nada parecido. Teníamos que hacer la prueba de los ojos.

Los muertos no parpadean, no sé por qué. Quizá porque usan todos sus sentidos al mismo tiempo, y la vista no es tan importante. O quizá sea porque tienen muy pocos fluidos corporales, y no les alcanza para mantener los ojos húmedos. Quién sabe, pero el hecho es que no parpadean, pero los quislings sí. Así era como los reconocíamos; retrocedíamos algunos pasos y esperábamos un par de segundos. En la oscuridad era más fácil, nada más había que iluminarles la cara. Si no parpadeaban, acabábamos con ellos. 

¿Y si parpadeaban? 

Bueno, nuestras órdenes eran de capturar a los quislings si era posible, y usar fuerza letal sólo como defensa. Parecía una locura, aún lo parece, pero siempre lográbamos reunir unos cuantos, los amarrábamos, y los entregábamos a la policía o a la Guardia Nacional. No estoy muy seguro de qué hacían con ellos. He escuchado historias sobre Walla Walla, ya sabe, la prisión en la que cientos de ellos eran alimentados y vestidos, e incluso les trataban sus enfermedades. 

[Sus ojos miran hacia el techo.] 

¿No está de acuerdo? 

Hey, no quiero hablar de eso. Si usted quiere destapar esa olla podrida, vaya y lea los periódicos. Cada año sale algún abogado, sacerdote o político, que trata de alborotar ese avispero hacia el lado que más le conviene. En lo personal, no me interesa. No tengo ninguna opinión al respecto. Lo único que sé es que me entristece que hayan dejado atrás tantas cosas, y al final perdieron de todas formas. 

¿Por qué lo dice? 

Porque aunque nosotros no podíamos reconocerlos, los zombies reales sí podían. ¿Recuerda al principio de la guerra, cuando todo el mundo estaba buscando una manera de hacer que los muertos vivientes se atacaran entre ellos? Tenían todas estas “pruebas documentales” de que había canibalismo —declaraciones de testigos, y hasta una grabación de un zombie atacando a otro. Estúpidos. Eran zombies atacando quislings, pero no había forma de saberlo a simple vista. Los quislings no gritan. Sólo se quedan ahí, sin siquiera tratar de luchar, retorciéndose de esa forma robótica y lenta, devorados vivos por las mismas criaturas a las que quieren imitar.

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