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miércoles, 2 de enero de 2013

44.- WORLD WAR Z - ANCUD, ISLA GRANDE DE CHILOE, CHILE

[Aunque la capital oficial se ha establecido otra vez en Santiago, esta base de refugio sigue siendo el centro económico y cultural del país. Ernesto Holguín tiene su hogar en una casa de playa en la Peninsula de Lacuy, aunque sus deberes como capitán de un barco mercante lo mantienen en el mar la mayor parte del año.]

Los libros de historia la llaman “La Conferencia de Honolulu,” pero en realidad debería haberse llamado “La Conferencia de Saratoga” porque fue lo único que la mayoría de nosotros vió en todos esos días. Pasamos catorce días en esos camarotes apretados y pasillos inundados. El USS Saratoga: un portaaviones, luego un casco desmantelado, luego un barco de transporte de refugiados, y finalmente la Oficina Central Flotante de las Naciones Unidas.

Tampoco deberían haberlo llamado “conferencia.” En realidad, más pareció una emboscada. Se suponía que íbamos a intercambiar estrategias y tecnología. Todo el mundo estaba ansioso por conocer el sistema británico para construir avenidas fortificadas, que parecía tan emocionante como la demostración en vivo de Mkunga Lalem. También íbamos a tratar de reintroducir algún sistema para el comercio internacional. Esa era mi tarea específica, integrar lo que quedaba de nuestra flota naval para formar una infraestructura de trasporte marítimo internacional. En realidad no sabía qué esperar de mi tiempo a bordo del Super Sara. Creo que nadie estaba preparado para lo que sucedió en realidad. 

En el primer día de la conferencia, nos reunimos para las presentaciones. Hacía calor y estaba cansado, y le pedía a Dios que pudiéramos evitarnos todos esos interminables discursos. Pero entonces el embajador norteamericano se levantó, y el mundo dejó de girar de improviso. 

Era la hora de atacar, dijo él, de que todos saliéramos de nuestras zonas seguras y comenzáramos a recuperar los territorios infestados. Al principio pensé que hablaba de operaciones aisladas: colonizar más islas deshabitadas o, quizá, abrir nuevamente los canales de Suez y Panamá. Mis suposiciones no duraron mucho. Dejó muy en claro que no estaba hablando de una serie de incursiones tácticas menores. Los Estados Unidos planeaban entrar en ofensiva permanente, marchando y avanzando cada día, hasta que, según dijo, “encontremos cada rastro, lo limpiemos, y si es necesario, lo hagamos volar de la superficie de la Tierra.” Quizá pensó que plagiar a Churchill le daría un mayor impacto emocional. Pero no. En lugar de eso, todo el salón comenzó a discutir de inmediato. 

Por un lado, preguntaban por qué debíamos arriesgar más vidas y sufrir más bajas innecesarias, cuando lo único que debíamos hacer era quedarnos en un lugar seguro esperando a que nuestro enemigo se pudriera. ¿Acaso no estaba comenzando ya? ¿No veían que los primeros casos ya empezaban a mostrar signos de descomposición avanzada? El tiempo estaba de nuestro lado, no del de ellos. ¿Por qué no dejábamos que la naturaleza hiciera el trabajo por nosotros? 

Los del otro lado respondían que no todos los muertos de estaban pudriendo. ¿Qué iban a hacer con los casos más recientes, los que seguían fuertes e intactos? ¿No bastaba con uno sólo para revivir nuevamente la epidemia? ¿Y qué haríamos con los que plagaban los países septentrionales? ¿Cuánto tiempo iban a tener que esperar allá? ¿Décadas? ¿Siglos? ¿Los refugiados de esos países, iban a tener alguna vez la oportunidad de regresar a casa?
Y ahí fue cuando las cosas se pusieron feas. Muchos de esos países nórdicos eran parte de lo que se solía llamar “El Primer Mundo.” Un delegado de un país “en desarrollo” sugirió, con algo de enojo, que quizá ese era su castigo por invadir y saquear “las naciones oprimidas del sur.” Quizá, según dijo él, si la “hegemonía blanca” tenía que lidiar con sus propios problemas, la invasión de los muertos vivientes ayudaría para que el resto del mundo se desarrollara “sin la intervención imperialista.” A lo mejor los muertos iban a traer algo más que destrucción al mundo. Quizá a fin de cuentas, traerían justicia social para el futuro. Ahora bien, mi gente siente muy poco aprecio por los gringos del norte, y mi familia sufrió tanto bajo el régimen de Pinochet como para que ese odio sea algo personal, pero llega un momento en el que las emociones personales deben abrirle paso a los hechos reales. ¿Cómo podíamos hablar de una “hegemonía blanca” cuando las economías de mayor crecimiento antes de la guerra habían sido China e India, y la más grande durante la guerra era, sin duda, Cuba? ¿Cómo podían decir que el problema del frío era exclusivo de los países del norte, cuando había tanta gente luchando por sobrevivir en los Himalayas, o en los Andes de mi querido Chile? No, ese hombre, y todos los que estuvieron de acuerdo con él, no querían justicia para el futuro. Ellos querían venganza por el pasado. 

[Suspira.]

Después de todo lo que habíamos pasado, seguíamos siendo incapaces de sacar nuestras cabezas de nuestros traseros y de alejar nuestras manos del cuello de los demás. 

Yo estaba sentado junto a la delegada de Rusia, tratando de evitar que se subiera a la mesa a gritar, cuando escuché otra voz norteamericana. Era su presidente. Aquel hombre no gritó, y ni siquiera trató de pedir orden. Sólo siguió hablando en ese tono de voz firme y tranquilo, que no creo que ningún otro líder haya podido imitar desde entonces. Incluso agradeció a sus “amigos delegados” por sus “valiosas opiniones” y admitió que, desde un punto de vista puramente militar, no había ninguna razón para “abusar de nuestra suerte.” Habíamos enfrentado a los muertos vivientes hasta llegar a un empate, y eventualmente, las generaciones futuras podrían habitar nuevamente el planeta con muy poco o ningún riesgo. Sí, era cierto que nuestras estrategias de defensa habían salvado la raza humana, ¿pero qué pasaría con el espíritu humano? 

Los muertos vivientes nos habían quitado mucho más que nuestras tierras y a nuestros seres queridos. Nos habían quitado nuestra confianza como la forma de vida dominante del planeta. Estábamos abatidos, destrozados, al borde de la extinción, y la única esperanza que teníamos era que el mañana trajera un poco menos de sufrimiento que el día de hoy. ¿Ese iba a ser el legado que le pasaríamos a nuestros hijos, un estado de temor y duda que nuestra raza no había experimentado desde que nuestros ancestros más lejanos se refugiaban en las copas de los árboles? ¿Qué clase de mundo les tocaría reconstruir? ¿Sí llegarían a reconstruirlo? ¿Serían capaces de seguir progresando, sabiendo que su especie había sido incapaz de luchar por su futuro? ¿Y qué tal si en el futuro ocurría otro levantamiento de los muertos? ¿Nuestros descendientes los enfrentarían en batalla, o simplemente se arrodillarían derrotados y aceptarían lo que en sus mentes sería una extinción inevitable? Nada más por esa razón teníamos que recuperar nuestro planeta. Teníamos que probarnos a nosotros mismos que sí podíamos, y en esta guerra, esa prueba sería un recordatorio más grande que cualquier monumento. Caminar un largo y difícil camino para recuperar nuestra humanidad, o regresar a nuestro primitivo e indefenso estado de primates. Esas eran las alternativas, y había que escoger de inmediato.

Era tan típico de los norteamericanos, tratando de alcanzar las estrellas con el culo todavía atorado en un pantano. Supongo que de haber estado en una película gringa, algún idiota se habría puesto de pié y habría comenzado a aplaudir lentamente, y luego todos se habrían unido y una lágrima habría bajado en cámara lenta por la mejilla de alguien, o alguna otra mierda por el estilo. Pero todo el mundo se quedó callado. Nadie se movió. El presidente de la Organización anunció que habría un descanso por la tarde para considerar las propuestas, y que nos reuniríamos al anochecer para una votación general. 

Como agregado naval, yo no participaría en esa votación. Mientras el embajador decidía el destino de nuestro Chile, yo no tenía nada más qué hacer, excepto disfrutar una puesta de sol sobre el Pacífico. Me senté en la cubierta del portaaviones, entre los generadores de turbina y los paneles solares, pasando el rato junto con mis pares de de Francia y Sudáfrica. Tratamos de no hablar de lo mismo de siempre, buscando algún tema lo más alejado de la guerra que fuese posible. Se nos ocurrió que el vino era terreno seguro. Por casualidad, los tres habíamos vivido, trabajado, o crecido en una familia conectada con un viñedo: Aconcagua, Stellenboch, y Burdeos. Ese era nuestro legado en común, pero como cosa rara, terminamos hablando de la guerra. 

El viñedo de Aconcagua había sido destruido, incendiado durante los desastrosos experimentos de nuestro país con napalm. En Stellenboch ahora se cultivan vegetales para alimentar a los sobrevivientes. Las uvas eran consideradas un lujo injustificable, cuando toda la población estaba a punto de morir de hambre. Burdeos estaba infestado, los muertos habían arrasado con el terreno, así como con casi toda la Francia continental. El comandante Emile Renard era mórbidamente optimista. ¿Quién sabe qué clase de nutrientes aportarían al suelo todos esos cadáveres? Quizá mejoraría el sabor de las cosechas una vez que recuperaran Burdeos, si es que lo recuperaban. Cuando el sol comenzó a ocultarse, Renard sacó algo de su mochila de viaje, una botella de Chateau Latour, 1964. No podíamos creer lo que estábamos viendo. La del 64 había sido una cosecha muy escasa. Por simple casualidad, las uvas de su viñedo habían madurado temprano esa estación, y se había realizado la cosecha a finales de agosto en lugar de septiembre, como era tradición. Justo ese septiembre vino acompañado por lluvias devastadoras que inundaron los otros viñedos, e hicieron del Chateau Latour de ese año algo tan preciado como el Santo Grial. La botella en manos de Renard bien podía ser la última de su tipo, el mejor símbolo de un mundo que quizá nunca volveríamos a ver. Era el único objeto personal que había podido rescatar durante la evacuación. La llevaba consigo a todos lados, y planeaba conservarla para… para siempre, supongo, ya que al parecer ninguna plantación volvería a fabricar vinos nunca más. Pero ese día, después del discurso del presidente yanqui… 

[Involuntariamente se pasa la lengua por los labios, como saboreando el recuerdo.] 

No se había conservado en las mejores condiciones, y las tazas de plástico no ayudaban mucho. Pero no nos importaba. Disfrutamos y saboreamos cada sorbo.

¿Tenían tanta confianza en el resultado de la votación?

No me esperaba que fuese unánime, y tuve razón. Diecisiete “No” y treinta y un “En blanco.” Al menos los que votaron “no” estaban preparados para sufrir las consecuencias a largo plazo de su decisión… y lo hicieron. Si tenemos en cuenta que la nueva ONU sólo se componía de setenta y dos delegados, el apoyo fue bastante pobre. Pero eso no me importaba, y tampoco a mis compañeros de aquella cata improvisada. Para nosotros, para nuestros países y nuestros hijos, la decisión ya había sido tomada: atacar.

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