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miércoles, 2 de enero de 2013

51.- WORLD WAR Z - QUEBEC, CANADÁ

[La pequeña granja no tiene cerca, barras en las ventanas, ni cerrojo en la puerta. Cuando le pregunto al dueño sobre su vulnerabilidad, él sólo se ríe y siegue comiendo. André Renard, hermano del legendario héroe de guerra Emil Renard, me ha pedido que mantenga en secreto su localización exacta. “No me importa si los muertos me encuentran,” me dice sin emoción, “pero no quiero a ningún vivo por aquí.” Este ciudadano francés emigró a Canadá después del cese oficial de las hostilidades en Europa Occidental. A pesar de las muchas invitaciones oficiales del gobierno francés, nunca ha regresado.] 

Todos son unos mentirosos, cualquiera que le diga que su campaña fue “la más dura de toda la guerra.” Todos esos mandriles ignorantes que se golpean el pecho y presumen sobre la “guerra en las montañas” o “guerra en la jungla” o “operaciones urbanas.” ¡Las ciudades, les encanta hablar de las ciudades! “¡Nada más aterrador que pelear en una ciudad!” ¿En serio? Que lo intenten debajo de una. 

¿Sabe por qué en el horizonte de París no se veía ningún rascacielos? Hablo del París de verdad, antes de la guerra. ¿Sabe por qué esas monstruosidades de acero y cristal estaban todas en La Defense, tan lejos del centro de la ciudad? Sí claro, estaba la estética, una sensación de continuidad histórica y orgullo cívico… no como ese adefesio arquitectónico de Londres. Pero la verdad, la razón lógica y práctica para que París no tuviera esos monolitos al estilo norteamericano, era porque la tierra bajo nuestros pies estaba demasiado perforada como para soportar su peso. 

Estaban las tumbas romanas, las canteras que proveían piedra caliza para casi toda la ciudad, e incluso los búnkeres de la Segunda Guerra Mundial usados por la resistance, y sí, ¡claro que tuvimos un movimiento de resistencia! Luego teníamos el Metro moderno, las líneas telefónicas, las tuberías de gas, las de agua… y entre todo eso, estaban las catacumbas. Ahí estaban enterrados unos seis millones de cuerpos, sacados de los cementerios de antes de la revolución, donde los restos eran simplemente arrojados en fosas comunes como basura. Las catacumbas tenían paredes enteras cubiertas de cráneos y huesos organizados en patrones macabros. Su disposición era incluso funcional, en partes en las que rejas de huesos entrelazados sostenían pilas enteras de otros restos. Los cráneos siempre parecían estar burlándose de mí.

No puedo culpar a los civiles que trataron de sobrevivir en aquel mundo subterráneo. En ese entonces no existía el manual de supervivencia civil, no teníamos la Radio Mundo Libre. Era el Gran Pánico. Quizá unas cuantas almas que creían conocer los túneles pensaron en probar suerte, algunas otras los siguieron, y luego unas cuantas más. El rumor se extendió, “bajo tierra es más seguro.” Un cuarto de millón en total, eso es lo que los cuentahuesos han calculado, doscientos cincuenta mil refugiados. Quizá si hubiesen estado bien organizados, llevado comida y herramientas, o al menos si hubiesen tenido la sensatez de sellar las entradas y de asegurarse de que los que entraron no estuvieran infectados… 

¿Cómo pueden decir que experimentaron algo similar a lo que nosotros tuvimos que soportar? La oscuridad y esa peste… no teníamos suficientes equipos de visión nocturna, sólo uno o dos por pelotón, y eso si teníamos suerte. Además, las baterías para nuestras linternas se estaban agotando. Algunas veces teníamos sólo una luz para todo el escuadrón, sólo para el hombre que iba al frente, abriendo la oscuridad con aquel haz de color rojo. 

El aire era una mezcla tóxica de gases de aguas negras, químicos y carne podrida… las máscaras de gas eran un chiste, casi todos los filtros se habían vencido muchos años atrás. Usábamos cualquier cosa que pudiéramos encontrar, viejos modelos militares o cascos de bombero que cubrían toda la cabeza, te ponían a sudar como una sauna y te volvían sordo además de casi ciego. Uno nunca sabía en dónde se encontraba, mirando a través de esos visores nublados, escuchando las voces ahogadas de los compañeros de equipo y la carrasposa voz en el teléfono. 

Teníamos que usar equipos de comunicación con cables, pues no podíamos confiar en las transmisiones de radio por aire. Usábamos viejos telefónicos, de cobre, no de fibra óptica. Simplemente arrancábamos las canaletas de las paredes y usábamos los que había, y llevábamos también unos enormes rollos para extender nuestro alcance. Era la única manera de mantener el contacto, y de vez en cuando, también era la única manera de no perderse. 

Perderse era muy fácil. Todos los mapas que teníamos eran de la preguerra, y no incluían las modificaciones hechas por los refugiados, todos los túneles comunicantes y las habitaciones improvisadas, los agujeros en el suelo que aparecían de pronto frente a uno. Uno se extraviaba al menos una vez por día, a veces más, y entonces había que devolverse siguiendo en cable de comunicaciones, revisar la ubicación en el mapa, y tratar de descubrir qué había salido mal. Algunas veces era cuestión de nos cuantos minutos, otras veces eran horas, o hasta días. 

Cuando otro escuadrón era atacado, uno escuchaba sus gritos por el teléfono, o el eco resonando por los túneles. La acústica era endiabladamente buena; y era aterrador. Los gritos y los gemidos llegaban por todos lados. Uno nunca sabía de dónde venían. Al menos con el teléfono, uno podía tratar, quizá, de confirmar la posición de tus compañeros. Si no estaban en pánico, claro, y si estaban seguros de dónde estaban, y si uno sabía en dónde estaba…

Y entonces había que correr allí: uno pasaba junto a un montón de desviaciones, se golpeaba contra el techo bajo, tenía que arrastrarse de rodillas, y todo el tiempo rezándole a la Virgen para que tus compañeros aguantaran un poco más. Uno llegaba hasta el lugar, sólo para descubrir que se había equivocado, que era un cuarto vacío, y que los gritos de ayuda se escuchaban todavía lejos. 

Y luego llegábamos por fin, quizá para descubrir sólo huesos y sangre. A veces se tenía la suerte de encontrar todavía a los zombies, y entonces uno podía vengarse… pero si uno se tardaba mucho en llegar, esa venganza tenía que incluir a tus propios compañeros reanimados. Era combate cuerpo a cuerpo. Tan cerca como… 

[Se inclina sobre la mesa, acercando su cara a sólo centímetros de la mía.] 

No teníamos ningún equipo estándar; era lo que cada uno creía que podía servir. No podíamos usar armas de fuego, como comprenderá. El aire, los gases, era demasiado volátil. El simple fogonazo de una pistola… 

[Imita el sonido de una explosión.] 

Teníamos la Beretta-Grechio, una carabina italiana de aire comprimido. Era una versión para la guerra de los modelos de balines con pipetas de dióxido de carbono que coleccionaban los niños. Uno podía derribar a cinco de ellos, seis o siete si uno se las ponía directo contra la cabeza. Una buena arma, pero nunca teníamos suficientes. ¡Y había que dispararla con cuidado! Si uno fallaba, si el balín golpeaba una roca, si la roca estaba seca, si se producía una chispa… se extendían a lo largo de túneles enteros, explosiones que enterraban vivos a los hombres, o bolas de fuego que derretían las máscaras contra la piel. Mano a mano siempre era lo mejor. Mire… 

[Se levanta de la mesa para mostrarme algo que descansa sobre la chimenea. El mango del arma está rodeado por una semiesfera de acero que cubre la mano. Desde aquella cubierta, se extienden dos púas de acero de veinte centímetros colocadas en ángulo recto una respecto a la otra.] 

¿Entiende por qué, no? No había suficiente espacio para usar nada con filo. Era rápido, a través del ojo, o clavando la cabeza desde arriba. [Me lo demuestra con una rápida combinación de golpe y estocada.] Yo mismo la diseñé, una versión moderna de la que usó mi bisabuelo en Verdún, ¿lo vé? Usted recuerda Verdún —“On ne passé pas”— ¡No pasarán! 

[Sigue comiendo su almuerzo.]


Sin espacio, sin advertencias, de pronto estaban sobre uno, a veces justo frente a tus ojos, o agarrándote desde un pasadizo lateral que no debería estar ahí. Todos llevábamos algún tipo de armadura… cotas de malla o mandiles de cuero… casi siempre eran demasiado pesadas, te sofocaban, chaquetas y pantalones de cuero, camisas cubiertas con argollas de metal. Uno tenía que pelear, pero se agotaba desde antes, algunos hombres se quitaban las máscaras, tratando de respirar mejor, y aspiraban toda esa basura. Muchos murieron antes de poder sacarlos a la superficie. 

Yo usaba grebas, protección aquí (señala sus antebrazos) y guantes, cuero cubierto de argollas, fácil de quitar cuando no había que combatir. Esos también los diseñé yo. No teníamos los uniformes de combate de los norteamericanos, pero teníamos botas pantaneras, largas e impermeables, con fibras de metal a prueba de mordidas en la cubierta interior. Esas eran indispensables. 

El agua subió muy alto ese verano; las lluvias fueron abundantes y el Sena era un torrente sin control. Siempre estábamos mojados. Crecían hongos entre tus dedos, en los pies, en la ingle. El agua subía hasta los tobillos casi todo el tiempo, como mínimo, y otras veces hasta las rodillas o la cintura. A veces uno iba al frente, caminando o gateando —teníamos que arrastrarnos con ese vómito hediondo cubriéndonos hasta los hombros— y de pronto el suelo desaparecía. Uno caía chapoteando, de cabezas, en algún agujero que no aparecía en los mapas. Sólo se tenían un par de segundos para volver a salir antes de que la máscara de gas se inundara. Uno pataleaba y se retorcía, y tus compañeros tenían que ir a agarrarte y sacarte de ahí. Ahogarnos era lo que menos nos preocupaba. Alguien podía estar chapoteando, luchando por flotar con todo ese equipo pesado encima, y de pronto sus ojos se abrían y uno escuchaba sus gritos ahogados. Uno podía sentir el momento en que los agarraban: el tirón y el crujido de los huesos rotos, y empezábamos a halar hasta que el pobre infeliz salía y caía sobre uno. Si acaso no llevaba puestas las pantaneras… salía sin un pié, o sin la pierna; o si se había estado arrastrando y había caído de cabeza al agua… a veces les arrancaban la cara antes de poder sacarlos.

Esas eran las veces en que ordenábamos la retirada hasta una posición de defensa y esperábamos a los Cousteaus, buzos entrenados para trabajar y pelear específicamente en esos túneles inundados. Llevaban sólo una linterna y un traje contra tiburones, si tenían suerte, y apenas unas dos horas de aire. Se suponía que debían llevar también una línea de seguridad, pero la mayoría preferían no usarla. Las líneas se enredaban y dificultaban el avance de los buzos. Esos hombres, y mujeres, tenían sólo una oportunidad entre veinte de salir vivos de allí, el índice más bajo de todo el ejército, y no me importa si alguien dice lo contrario. ¿Todavía les sorprende que todos sus miembros recibieran automáticamente la Legión de Honor? 

¿Y eso de qué sirvió? Quince mil, muertos o desaparecidos. No sólo los Cousteaus, todos nosotros, el grueso del ejército. Quince mil almas en apenas tres meses. Quince mil, en un momento en que la guerra ya se estaba calmando en el resto del mundo. “¡Vamos! ¡Vamos! ¡A luchar! ¡A luchar!” No tenía por qué ser así. ¿Cuánto tiempo se tardaron los ingleses en limpiar todo Londres? Cinco años, ¿más o menos tres años después de que terminó oficialmente la guerra? Fueron lentos y seguros, una sección por vez, metódicos, pocas peleas, pocas bajas. Lentos y seguros, como en todas las ciudades grandes. ¿Por qué nosotros no? Ese general inglés, él mismo lo dijo al hablar de nosotros: “Suficientes héroes muertos para toda una eternidad…”

“Héroes,” eso éramos, y eso era lo que nuestros líderes querían, lo que nuestra gente creía necesitar. Después de todo lo que había sucedido, no sólo en esta guerra, sino en las anteriores: Algeria, Indochina, los Nazis… quizá entienda a lo que me refiero… ¿puede ver todo el arrepentimiento y la vergüenza que había en juego? Entendíamos lo que el presidente norteamericano dijo sobre “recuperar la confianza”; lo entendíamos mejor que la mayoría. Necesitábamos héroes, nuevos nombres y campos de batalla para reconstruir nuestro orgullo. 

El Osario de Douaumont, el Corredor de Port Mahon, el Hospital… ese fue nuestro momento de gloria… el Hospital. Los nazis lo habían construido para albergar a los enfermos mentales, o eso dicen, y los dejaban morir de hambre tras esas paredes de concreto. Al comienzo de nuestra guerra, lo habían convertido en una enfermería para los recién infectados. Más adelante, cuando se comenzaron a reanimar y la compasión de los sobrevivientes se extinguió como sus lámparas eléctricas, simplemente siguieron arrojando a los infectados, y quién sabe a quién más, dentro de aquella inmensa bóveda llena de muertos vivientes. Uno de nuestros equipos de avanzada perforó una pared sin darse cuenta de lo que había al otro lado. Podrían haberse retirado, haber volado el túnel, sellándolo de nuevo… Un solo escuadrón contra trescientos zombies. Un solo escuadrón, comandado por mi hermano menor. Su voz fue lo último que escuchamos antes de que la señal del teléfono se apagara para siempre. Sus últimas palabras: “¡On ne passé pas!”

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