Contacto

miércoles, 2 de enero de 2013

26.- WORLD WAR Z - SANATORIO PARA VETERANOS YEVCHENKO, ODESSA, UCRANIA


[El cuarto no tiene ventanas. Unas opacas esferas fluorescentes iluminan las paredes de concreto y los catres sucios. Los pacientes del lugar sufren casi todos de problemas respiratorios, empeorados por la escasez de medicamentos en buen estado. No hay ningún médico, y las pocas enfermeras y voluntarios que quedan pueden hacer muy poco para aliviar su sufrimiento. Al menos el salón es cálido y seco, y en medio de los crudos inviernos de este país, ese es un lujo que no tiene precio. Bohdan Taras Kondratiuk está sentado en su catre en un rincón del cuarto. Por ser un héroe de guerra, puede tener una sábana colgada para darle un poco de privacidad. Tose en su pañuelo antes de comenzar a hablar.] 

Caos. No sé cómo más describirlo, un total desmoronamiento de las organizaciones, del orden, del control. Habíamos acabado de pelear en cuatro batallas brutales: Lutsk, Rovno, Novogrado, y Zhytomyr. Maldito Zhytomyr. Mis hombres estaban agotados, usted me entiende. Lo que habían visto, lo que tuvieron que hacer, y todo ese tiempo en retirada, defendiendo la retaguardia, corriendo. Todos los días escuchábamos de otro pueblo que caía, otra carretera cerrada, otra unidad derrotada.

Se suponía que Kiev estaba segura, tras las líneas. Se suponía que era el centro de nuestra zona de seguridad, bien defendida, bien armada, en silencio. ¿Pero qué pasó tan pronto como llegamos? ¿Mis órdenes eran descansar y organizarnos? ¿Reparar mis vehículos, reemplazar mis hombres perdidos o curar a los heridos? No, claro que no. ¿Por qué las cosas iban a ser como se suponía que eran? Nunca antes había sido así. 

La zona de seguridad había sido cambiada otra vez, ahora hacia Crimea. La gente del gobierno ya se había trasladado… había huido… hacia Sevastopol. El orden civil había colapsado. Kiev estaba siendo evacuada. Ese era el trabajo de los militares, o al menos lo que quedaba de nosotros. 

A nuestra compañía se le ordenó vigilar la ruta de escape por el puente de Patona. Había sido el primer puente del mundo construido con soldadura autógena de principio a fin, y muchos extranjeros solían comparar ese logro con el de la construcción de la Torre Eiffel. La ciudad había planeado un programa de restauración, un sueño para recuperar su antigua gloria. Pero, al igual que todo lo demás en nuestro país, el sueño nunca se hizo realidad. Incluso antes de la crisis, el puente había sido una constante pesadilla para el tráfico. En aquel momento estaba abarrotado de gente evacuada. Se suponía que el puente estaría cerrado al tráfico, ¿pero dónde estaban las barricadas que nos habían prometido, el concreto y el acero para impedir la entrada de los autos? Había carros por todas partes, pequeños Lags y viejos Zhigs, unos cuantos Mercedes, y hasta un gigantesco camión GAZ justo en el centro del puente, ¡y estaba volcado de lado! Tratamos de moverlo, pasando una cadena por el eje y remolcándolo con los tanques. Imposible. ¿Qué más podíamos hacer? 

Éramos un pelotón de asalto, si me entiende. Tanques, no policía militar. No vimos a nadie de la Policía Militar. Nos aseguraron que estarían allí, pero nunca vimos a ninguno de ellos, y tampoco ninguna de las unidades que vigilaban en los otros puentes. El hecho de llamarlas “unidades” era casi una broma. Eran sólo masas de gente en uniformes, muchos eran cocineros y mecánicos; cualquiera que estuviese prestando servicio militar fue puesto de pronto a cargo del control del tráfico. Ninguno de nosotros estaba listo para eso, no habíamos sido entrenados, no teníamos el equipo necesario… ¿Dónde estaba el equipo para el control de motines, los escudos, las armaduras, el cañón de agua? Nos habían ordenado “procesar” a todos los civiles evacuados. “Procesar,” quería decir revisar si habían sido infectados. ¿Pero dónde estaban los malditos perros? ¿Cómo íbamos a buscar a los infectados sin perros? ¿Qué íbamos a hacer, examinar visualmente a cada refugiado? ¡Sí, claro! Y fue justamente eso lo que nos ordenador hacer. 

[Sacude su cabeza.] 

¿En serio pensaron que esa pobre gente desesperada y aterrorizada, con la muerte a sus espaldas y un sitio seguro —aparentemente— sólo a unos metros de distancia, iban a formarse en una línea ordenada y a desvestirse para que les examináramos cada centímetro de piel? ¿Acaso pensaron que los hombres se iban a quedar tranquilos mientras examinábamos a sus esposas, sus madres, o sus hijas? ¿Puede imaginárselo? Y tuvimos que intentarlo. ¿Qué otra alternativa teníamos? Teníamos que procesarlos si queríamos sobrevivir. ¿Qué ganábamos con evacuar la gente, si íbamos a dejar que se llevaran la infección con ellos? 

[Boran sacude la cabeza, y sonríe con amargura.] 

¡Fue un desastre! Algunos simplemente se rehusaron, otros trataron de escapar o saltaron al río. Comenzaron las peleas. A muchos de mis hombres los golpearon y los dejaron muy mal, tres fueron apuñalados, a uno de disparó un anciano asustado con una vieja y oxidada Tokarev. Seguramente ya estaba muerto cuando cayó al agua.

Yo no estaba allí en medio, si me comprende. ¡Yo estaba junto al radio, tratando de pedir ayuda! La ayuda está en camino, me decían, no se rindan, no se desanimen, la ayuda está en camino. 

Al otro lado del Dnieper, Kiev ardía. Unas columnas negras se elevaban desde el centro de la ciudad. Estábamos contra el viento, y el olor era espantoso, madera y caucho, y el hedor de la carne quemada. No sabíamos qué tan lejos estaban ellos, quizá a un kilómetro, quizá menos. En las colinas, el fuego había consumido un monasterio. Una maldita tragedia. Con sus altos muros y su localización estratégica, podríamos habernos acuartelado allí. Cualquier cadete de primer año podría haberlo convertido fácilmente en una fortaleza impenetrable —almacenar comida en los sótanos, sellar las puertas, montar francotiradores en las torres. Podríamos haber defendido ese puente por… ¡por siempre, maldita sea! 

Creí escuchar algo, un sonido en la otra orilla… ese sonido, ya sabe, cuando ellos están todos juntos, cuando se acercan, ese… a pesar de los disparos, los insultos, las bocinas de los autos, y los rifles de francotirador… ya sabe, ese sonido. 

[Él trata de imitar el gemido, pero colapsa y empieza a toser sin control. Se cubre la boca con su pañuelo, y este se mancha de sangre.] 

Ese sonido me alejó de la radio. Miré hacia la ciudad. Algo atrajo mi atención, algo que venía sobre los techos y se acercaba rápidamente. 

Los jets pasaron sobre nosotros rozando las copas de los árboles. Eran cuatro Sukhoi 25 “Rooks” en formación cerrada, y lo suficientemente cerca para identificarlos a simple vista. ¿Qué diablos? pensé, ¿están tratando de cubrir el acceso al puente? ¿Quizá bombardear la zona tras nosotros? Había funcionado en Rovno, al menos por algunos minutos. Los Rooks giraron, como confirmando su objetivo, ¡y luego bajaron y volaron directo hacia nosotros! ¡Hijos de perra, pensé, ¡van a bombardear el puente! ¡Se habían dado por vencidos con la evacuación, e iban a matar a todo el mundo! 

“¡Fuera del puente!” comencé a gritar. “¡Salgan todos!” El pánico se esparció entre la multitud. Podía verse como una ola, como una descarga eléctrica. La gente comenzó a gritar, tratando de empujar hacia el frente, hacia atrás, hacia cualquier lado. Saltaban al agua por docenas, con esa pesada ropa y botas que no los dejarían nadar.

Yo ayudé a cruzar a un par de personas, y les dije que corrieran. Vi cuando soltaron las bombas, y me tiré al suelo en el último momento, esperando poder protegerme de la explosión. Entonces se abrieron los paracaídas, y me dí cuenta de todo. En menos de un segundo, me había levantado y corría como un conejo asustado. “¡Adentro!” grité. “Adentro!” Salté dentro del tanque más cercano, cerré la escotilla de un golpe, y le ordené a la tripulación que revisaran los sellos. El tanque era un obsoleto T-72. No sabíamos si el sistema de presurización seguía funcionando, no lo habíamos probado en años. Lo único que podíamos hacer era rezar y esperar, apretados en aquel ataúd de acero. El artillero lloraba, el conductor estaba paralizado, el comandante, un joven sargento de apenas veinte años, estaba hecho un ovillo en el suelo, apretando entre sus manos la pequeña cruz que colgaba de su cuello. Puse mi mano sobre su cabeza, le aseguré que estaríamos bien, y mantuve mis ojos pegados al periscopio 

El RVX no comienza como un gas. Al principio es una lluvia: pequeñas gotas aceitosas que se pegan a cualquier cosa que tocan. Entra por los poros, por los ojos, por los pulmones. Dependiendo de la dosis, su efecto puede ser instantáneo. Pude ver cómo los miembros de los evacuados comenzaban a temblar, cómo sus brazos quedaban colgados e inertes a medida que el agente se abría camino a través del sistema nervioso central. Se frotaban los ojos, trataban de hablar, de moverse, de respirar. Me alegró no poder oler el contenido de sus pantalones, la repentina descarga de sus vejigas e intestinos. 

¿Por qué hicieron eso? No podía entenderlo. ¿Acaso los altos mandos no habían aprendido que las armas químicas no tenían ningún efecto en los muertos vivientes? ¿No recordaban lo que había pasado en Zhytomyr? 

El primer cadáver que se movió fue una mujer, más o menos un segundo antes que los demás, apartando con su temblorosa mano el brazo de un hombre que había muerto tratando de protegerla. Él cayó al suelo mientras ella se levantaba torpemente sobre sus rodillas. Su cara se veía manchada y surcada por negras venas. Creo que me vió, o al menos vió nuestro tanque. Su boca se abrió, y levantó las manos. Podía ver a los otros volviendo a la vida, uno de cada diez o quince, toda esa gente que había sido mordida y había tratado de ocultarlo. 

Entonces lo comprendí. Sí, sí habían aprendido algo en Zhytomyr, y habían encontrado una mejor manera de usar sus reservas de armas de la guerra fría. ¿Cómo reconocer a los infectados de los que no lo están? ¿Cómo evitar que los evacuados lleven la infección tras las líneas seguras? Esa era una solución. 

Habían terminado de reanimarse por completo, recuperando su equilibrio, cojeando lentamente a través del puente y hacia nosotros. Llamé al artillero. Apenas fue capaz de responder. Le dí una patada en la espalda, y le grité la orden de buscar su objetivo. Se tardó un par de segundos, pero enfocó su mira en la primera mujer y apretó el gatillo. Me tapé los oídos cuando el Coax vomitó su carga. Los demás tanques siguieron nuestro ejemplo. 

Veinte minutos después, todo había terminado. Ya sé que debí haber esperado órdenes, o al menos haber reportado nuestro estado y los efectos del bombardeo. Pude ver otros seis grupos de Rooks cruzando el cielo, cinco dirigiéndose hacia los otros puentes, y el último hacia el centro de la ciudad. Dí la orden de retirada, de dirigirse al suroccidente y simplemente seguir avanzando. Había muchos otros muertos rodeándonos, los que habían logrado cruzar el puente antes de que nos gasearan a todos. Estallaban cuando pasábamos sobre ellos con los tanques.

¿Alguna vez estuvo en el Gran Museo Patriótico de la Guerra? Era uno de los edificios más impresionantes de Kiev. El patio estaba lleno de máquinas: tanques, cañones, de todas clases y tamaños, desde la Revolución hasta nuestros días. Había dos tanques, uno frente al otro, en la entrada del museo. Estaban decorados con dibujos coloridos, y permitían que los niños se subieran y jugaran en su interior. Había una cruz de hierro, de un metro de altura, hecha con centenares de verdaderas cruces de hierro arrancadas a los hitlerianos muertos.

Había un mural, de toda una pared, representando una gran batalla. Nuestros soldados aparecían todos conectados, como una sola ola de fuerza y valor que aplastó a los alemanes, y los expulsó de nuestra tierra. Tantos símbolos de la defensa de nuestra patria, y ninguno más espectacular que la estatua de la Rodina Mat, la Madre Patria. Es la estructura más alta de la ciudad, una obra maestra de más de sesenta metros de concreto y acero inoxidable. Fue lo último que ví de Kiev, su escudo y su espada levantados en señal de triunfo, y sus ojos fríos y brillantes mirándonos fijamente mientras huíamos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario