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miércoles, 2 de enero de 2013

47.- WORLD WAR Z - DENVER, COLORADO, ESTADOS UNIDOS

[Acabo de terminar mi cena en la casa de los Wainio. Allison, la esposa de Todd, está arriba ayudando a su hijo Addison con la tarea. Todd y yo nos quedamos abajo, en la cocina, lavando los platos.]

Era como devolverse en el tiempo, ese nuevo ejército. No podía ser más diferente del ejército con el que yo había peleado, y con el que casi me muero en Yonkers. Ya no había casi nada mecánico —nada de tanques, artillería, gusanos, nada de nada, ni siquiera los Bradleys. Esos estaban guardados, siendo modificados para cuando tuviéramos que recuperar las ciudades. No, los únicos vehículos que teníamos, los Humvees y algunos M-Tres-Siete ASV, eran usados sólo para llevar municiones y equipo. Caminábamos todo el tiempo, marchando en columnas como se vé en esas pinturas de la Guerra Civil. Todo el tiempo se hacían bromas sobre “los azules” contra “los grises,” seguramente por el color de la piel de Zack y el de nuestros nuevos UCs. Ya no se preocupaban por los diseños del camuflaje; ¿para qué? Además, supongo que el azul marino era el color más barato que les quedaba. El nuevo UC se parecía más a los uniformes de los equipos SWAT. Era ligero y confortable, y estaba tejido con fibras de Kevlar, sí, creo que era Kevlar, fibras a prueba de mordiscos. Tenía unos guantes y una máscara que cubría toda la cara como accesorios opcionales. Mucho después, en combate mano a mano dentro de las ciudades, esos accesorios salvaron un montón de vidas. 

Todo lo que llevábamos encima tenía un aspecto retro. Nuestros Lobos parecían algo sacado de, no sé, ¿de El Señor de los Anillos? La orden era de usarlos sólo cuando fuera necesario, pero créame, fue necesario muchas veces. Simplemente se sentía bien, ya sabe, sacudir ese pedazo de acero sólido. Hacía que las cosas fueran personales, te daba fuerza. Uno sentía cuando el cráneo se partía. Era emocionante, como si uno estuviera recuperando su vida con cada golpe, ¿entiende? Y no es que me molestara tirar del gatillo. 

Nuestra arma principal era el REI, el Rifle Estándar de Infantería. La culata de madera lo hacía ver como un arma de la Segunda Guerra Mundial; supongo que los materiales sintéticos seguían siendo difíciles de producir. No estoy seguro de dónde sacaron el REI. Me han dicho que fue una modificación del AK. También me han dicho que era una versión reducida del XM8, el rifle que el ejército planeaba introducir en la siguiente generación. Incluso escuché que fue inventado, probado, y producido por primera vez durante el asalto a la Ciudad de los Héroes, y que los planos fueron transmitidos a Honolulu. Sinceramente, no tengo idea y tampoco me importa. Pateaba como una mula y sólo disparaba en semiautomático, ¡pero era preciso y nunca, nunca se atascaba! Uno podía arrastrarlo por un pantano, enterrarlo en la arena, tirarlo al mar y dejarlo allí por días. No importaba lo que uno le hiciera a ese bebé, nunca fallaba. Los únicos adornos que tenía era un equipo de partes de repuesto, culatas intercambiables y barriles de distintas longitudes. Uno podía ser francotirador de larga distancia, Lugo volverlo rifle de mediano alcance y carabina de corto, todo dentro de una misma hora, y todo cabía en el bolsillo de la mochila. También tenía una bayoneta de veinte centímetros, retráctil, que se podía usar en una emergencia si no se tenía el Lobo a la mano. A veces bromeábamos diciendo “cuidado, le vas a sacar un ojo a alguien con eso,” y por supuesto, sacábamos muchos ojos. El REI era también una maravillosa arma de combate cuerpo a cuerpo, incluso sin contar la bayoneta, y si se tienen en cuenta todas las demás cosas que lo hacían excelente, entenderá por qué le decíamos, siempre con respeto, “El Rey.”

La munición estándar era la OTAN 5.56 “EDP Cereza.” EDP quiere decir explosivo de detonación pirotécnica. El diseño era fenomenal. Se partía y se incineraba al entrar en la cabeza de Zack, y los fragmentos le cocinaban el cerebro. No había ningún riesgo de que expulsaran materia gris infectada, y no había necesidad de quemarlos después. Cuando tocaba hacer SC, ni siquiera había que decapitarlos antes de enterrarlos. Sólo se cavaba la trinchera y se podía echar el cuerpo entero adentro.

Sí, era un ejército nuevo, y la gente también había cambiado. El reclutamiento era diferente, y ser un soldado raso era una cosa completamente distinta. Todavía estaban los requisitos de antes —resistencia física, competencia mental, la motivación y la disciplina para enfrentar retos difíciles en condiciones extremas— pero nada de eso importaba si no se podía enfrentar el shock-Z a largo plazo. Ví a muchos de mis viejos compañeros perder la cabeza por los nervios. Algunos colapsaron, otros se metieron un tiro en la cabeza, y otros se llevaron a alguien más con ellos. No tenía nada que ver con ser valiente ni nada por el estilo. Una vez leí una guía de supervivencia inglesa que hablaba sobre la personalidad del “guerrero,” de cómo tu familia debía ser financiera y emocionalmente estable, y que una buena señal era que no te interesaran las mujeres cuando eras joven. 

[Todd resopla.] 

Guías de supervivencia… 

[Mueve su mano en un movimiento como de masturbación.] 

Las caras nuevas podían haber salido de cualquier parte: tus vecinos, tu tía, ese maestro sustituto con cara de idiota, o el gordo perezoso de la oficina de tránsito. Desde vendedores de seguros, hasta un tipo que estoy seguro que era Michael Stipe, aunque él nunca quiso admitirlo. Supongo que tenía mucho sentido; ningún incapaz habría podido llegar tan lejos de todas formas. Todos los que seguíamos vivos éramos veteranos de cierta manera. Mi compañera de equipo, la hermana Montoya, tenía cincuenta y dos años y había sido monja, o todavía lo era, supongo. Medía sólo un metro con sesenta de altura, pero había protegido a los niños de su clase de catequesis durante nueve días, usando sólo un candelabro de hierro de dos metros de longitud. No sé cómo hizo para cargar con su mochila, pero lo hizo sin quejarse, desde nuestro cuartel en Needles hasta nuestro punto de encuentro justo en las afueras de Esperanza, en Nuevo México. 

Esperanza. En serio, así se llamaba el pueblo. 

Dicen que “el duro” lo escogió por el terreno, que era plano y abierto, con el desierto al frente y las montañas detrás. Perfecto, decían, para un encuentro frente a frente, y que el nombre no había tenido nada que ver. Sí, claro. 

El duro quería que toda esa operación de prueba saliera bien. Iba a ser la mayor batalla a campo abierto desde Yonkers. Era uno de esos momentos, ya sabe, como, cuando un montón de detalles logran cambiar todo…

¿Decisivos? 

Sí, supongo. Toda esa gente nueva, el equipo, el entrenamiento, el plan —se suponía que todo eso funcionaría junto para darnos una victoria inicial y una motivación para el resto. 

Encontramos un par de docenas de Gs en el camino. Los perros rastreadores los encontraban y sus entrenadores los despachaban con armas silenciadas. No queríamos atraer ningún otro hasta que estuviéramos bien instalados. Queríamos jugar con nuestras propias reglas. 

Comenzamos a sembrar el “jardín”: filas de estacas de campamento con cinta anaranjada brillante cada diez metros. Eran nuestros marcadores de distancia, mostrándonos exactamente dónde calibrar nuestras miras. Algunos tenían otras tareas ligeras como cortar los arbustos y organizar las cajas de municiones. 

El resto de nosotros no tenía nada más que hacer, sólo esperar, comer algo, recargar las cantimploras, o meternos un rato en la bolsa, si es que éramos capaces de dormir. Habíamos aprendido mucho desde Yonkers. El duro nos quería bien frescos y descansados. El problema era que nos dejaba mucho tiempo para pensar.

¿Ya vio la película, esa que Elliot hizo sobre nosotros? ¿Esa escena con la fogata y todos los soldados hablando y diciendo bromas, sus historias y sus planes para el futuro, y el tipo al fondo con la armónica? Viejo, nada de eso fue así. Primero que todo, estábamos a mediodía, nada de fogatas ni armónica bajo las estrellas, y además todo el mundo estaba en silencio. Uno sabía lo que todos estábamos pensando, “¿Qué diablos estamos haciendo aquí?” Esa era la casa de Zack, y podía quedarse con ella si quería. Habíamos tenido un montón de charlas de motivación sobre el “futuro del espíritu humano.” Habíamos visto el discurso del presidente, Dios sabe cuántas veces, pero al presi no le tocaba pararse allí en el patio de Zack. Todo estaba bien detrás de Las Rocosas. ¿Qué diablos hacíamos allá afuera? 

A las 1300 horas, las radios comenzaron a chillar. Eran los entrenadores de los perros que habían hecho contacto. Recargamos, quitamos el seguro, y tomamos nuestro lugar en la línea de fuego. 

Esa era la pieza central de nuestra nueva doctrina de combate, de vuelta al pasado como todo lo demás. Nos formábamos en una línea recta, en dos filas: una activa, y otra detrás como reserva. La reserva servía para que, cuando alguien de la línea frontal necesitara recargar su arma, su puesto en la formación no se quedara vacío. En teoría, con todo el mundo disparando o recargando, podíamos seguir derribando a Zack mientras las municiones aguantaran. 

Podíamos escuchar los ladridos, los Ks los estaban atrayendo. Comenzamos a ver Gs en el horizonte, cientos de ellos. Comencé a temblar, y eso que no era la primera vez que enfrentaba a Zack desde Yonkers. Había participado en las operaciones de limpieza en Los Ángeles. Había servido un tiempo en Las Rocosas cuando el verano derritió la nieve de los caminos. Pero siempre volvían los mismos temblores.

Los perros fueron recogidos, protegidos detrás de nuestras líneas. Activamos nuestro Mecanismo Primario de Provocación. Para ese entonces, todos los ejércitos tenían alguno. Los británicos usaban gaitas, los chinos trompetas, los sudafricanos golpeaban sus rifles con las assegais y entonaban cantos de guerra zulúes. Pero nosotros, lo nuestro era Iron Maiden. Bueno, en lo personal nunca he sido muy fanático del metal. Lo mío es el rock clásico, y “Driving South” de Hendrix es lo más pesado que escucho. Pero tengo que admitir que allí parado, con el viento del desierto y “The Trooper” retumbando en el pecho, la cosa funcionó. El MPP no tenía nada que ver con atraer a Zack. Era para ponernos a volar a nosotros, para espantarle la vibra a Zack, ya sabe, “sacarle el miedo,” como dicen los ingleses. Para cuando Dickinson estaba cantando la parte de “As you plunge into a certain death…” yo estaba listo, con el REI recargado y en posición, y los ojos fijos en la horda que crecía y se acercaba. Por mi cabeza sólo pasaba un pensamiento: “¡Vamos, Zack, hagamos esto de una vez, carajo!” 

Justo antes de que llegaran a primer marcador, la música comenzó a desvanecerse. Los líderes de cada escuadrón gritaron, “¡Línea frontal, lista!” y los de la primera fila se arrodillaron. Luego vino la orden de “¡apunten!” y entonces, mientras todos conteníamos el aliento y la música se apagaba, escuchamos “¡FUEGO!”

La línea frontal estalló como una ola de fuego, retumbando como una ametralladora en automático y derribando a todos los Gs que cruzaron el primer marcador. Las órdenes eran estrictas, sólo disparar a los que cruzaban la línea. Esperar a los demás. Habíamos estado entrenando por meses y se había convertido en puro instinto. La hermana Montoya levantó su arma sobre la cabeza, la señal de que se había quedado sin balas. Cambiamos de lugar, quité el seguro y busqué mi primer objetivo. Era una verde, no debía llevar muerta más de un año. Su pelo rubio y sucio colgaba en parches de una piel delgada y correosa. La barriga hinchada sobresalía bajo una camiseta negra y desteñida que decía G IS FOR GANGSTA. Centré mi mira en medio de sus ojos hundidos, azules y lechosos… los ojos no se les ponen de ese color por el virus, en realidad es por un montón de diminutos arañazos de polvo en la superficie, miles de ellos, porque Zack no parpadea ni produce lágrimas. Ese par de canicas azules me miraron cuando tiré del gatillo. El impacto la tumbó de espaldas y una nube de vapor salió del agujero en su frente. Respiré, busqué mi siguiente objetivo, y eso fue todo, estaba en automático. 

El entrenamiento nos enseña que hay que hacer un disparo cada segundo. Lento, continuo, como una máquina. 

[Comienza a tronar los dedos.] 

En el campo de tiro practicábamos con metrónomos, todo el tiempo los instructores nos decían “ellos no tienen prisa, ¿ustedes por qué sí?” Era una manera de conservar la calma, de tranquilizarse. Teníamos que ser tan lentos y tan robóticos como ellos. “Ser más G que los G,” era lo que nos decían. 

[Sus dedos siguen sonando con un ritmo perfecto.] 

Disparar, cambiar, recargar, tomar un sorbo de la cantimplora, agarrar un paquete de proveedores de los “Sandlers.”

¿Sandlers? 

Sí, los equipos de recarga, era una unidad especial de reserva cuyo único trabajo era asegurarse de que no se nos acabaran las balas. Uno sólo podía cargar unos cuantos proveedores a la vez, y tomaba mucho tiempo volver a cargarlos cuando todos estaban vacíos. Los Sandlers recorrían la línea de lado a lado recogiendo los proveedores vacíos, recargándolos en los contenedores de municiones, y entregándoselos de vuelta a cualquiera que les hiciera una señal. Dicen que cuando el ejército comenzó a entrenar los equipos de recarga, uno de los reclutas comenzó a hacer una imitación de Adam Sandler, ya sabe, como en “The Water Boy.” Los oficiales no estaban muy contentos con el sobrenombre, pero a los equipos de recarga les encantó. Los Sandlers nos salvaron la vida, y se movían como si fueran un maldito ballet. Creo que en todo ese día y esa noche, nadie se quedó sin balas.

¿Esa noche? 

Ellos seguían llegando, era un enjambre en cadena.

¿Así le dicen a un ataque a gran escala? 

Era más que eso. Un G te vé, camina hacia tí, y gime. A un kilómetro de distancia, otro G escucha el gemido, lo sigue, y gime también, luego otro un kilómetro más adelante, luego otro. Viejo, si el área está bien poblada y la cadena no se rompe, quién sabe desde qué tan lejos pueden llegar. Y eso es sólo si hay uno cada kilómetro. Imagíneselo con diez de ellos cada kilómetro, o cien, o mil.

Comenzaron a amontonarse, formando una barrera artificial en la primera línea de defensa, un muro de cadáveres que se hacía más y más alto cada minuto. Estábamos construyendo una fortaleza de muertos, una situación en la que lo único que teníamos que hacer, era dispararle a cada cabeza que se asomaba lentamente sobre el borde. El duro había planeado justamente eso. Tenían una especie de torre-periscopio que les permitía a los oficiales ver sobre el muro. También tenían señales directas de satélite y aviones de reconocimiento, aunque nosotros, los soldados rasos, no teníamos idea de qué era lo que estaban viendo. Land Warrior ya no existía, así que sólo teníamos que concentrarnos en lo que teníamos frente a nuestras narices. 

Comenzamos a registrar contactos por todos lados, los que llegaban rodeando el muro, o atraídos por los costados e incluso la retaguardia. De nuevo, el duro había previsto eso y nos ordenó que nos formáramos en un RS.

Un recuadro seguro. 

O un “Raj-Singh,” creo que le dicen así por el tipo que lo inventó. Nos organizamos formando un cuadrado, todavía en dos filas, con nuestros vehículos y todo lo demás en el centro. Fue una apuesta arriesgada, encerrarnos de esa manera. Está bien, la razón por la que no funcionó la primera vez en India, fue porque se les acabaron las balas. Pero no había ninguna garantía de que lo mismo no nos iba a pasar a nosotros. ¿Qué tal si el duro se había equivocado, si no nos habían empacado suficientes balas o habían subestimado a Zack? Podría haber sido otro Yonkers, o peor, porque esta vez nadie podría salir vivo de allí.

Pero sí tenían suficientes municiones.


Más que suficientes. Los vehículos estaban cargados hasta el techo. Teníamos agua, y teníamos reemplazos. Si uno necesitaba tomarse cinco minutos de descanso, simplemente levantabas una mano y uno de los Sandlers saltaba a tomar tu puesto en la línea de fuego. Uno podía comer un bocado de Raciones-I, mojarse la cara, estirarse, y cambiarle el agua al pájaro. Nadie se ofrecía voluntariamente para tomar un descanso, pero teníamos estos equipos KO, médicos de combate que evaluaban el desempeño de cada uno de nosotros. Habían estado con nosotros desde los primeros días de entrenamiento, se sabían hasta cada uno de nuestros nombres, y sabían, no me pregunte cómo, cuándo la fatiga del combate comenzaba a afectar nuestro desempeño. Nosotros ni siquiera nos dábamos cuenta, al menos yo no. Quizá era porque fallaba el tiro un par de veces, o porque perdía el ritmo de disparo y tiraba cada medio segundo en vez de un segundo entero. Entonces uno de ellos me daba una palmadita en el hombro y tenía que irme a descansar un momento. Pero funcionaba. A los cinco minutos estaba de vuelta en la línea, con la vejiga vacía, el estómago lleno, y menos temblores y calambres. La diferencia era enorme, y cualquiera que crea que se podía seguir sin ese descanso, debería intentar dispararle a un blanco móvil, una vez cada segundo, por quince horas seguidas.

¿Y qué hacían en la noche? 

Usábamos las luces exploradoras de los vehículos, unos rayos intensos y rojos para que no afectaran nuestra visión nocturna. Lo más aterrador de pelear de noche, aparte de las luces rojas, es el brillo de las balas cuando estallan dentro de la cabeza. Por eso las llamábamos “EDP Cereza,” porque si la mezcla de la pólvora no estaba bien hecha, producía un brillo tan fuerte al estallar que hacía que los ojos les brillaran de color rojo. Eso era capaz de aflojarte los intestinos, sobre todo después, cuando a uno le tocaba hacer rondas de guardia, y uno de ellos brincaba desde la oscuridad a agarrarte. Esos ojos rojos, congelados en el aire durante un segundo antes de caer. 

[Se estremece.] 
¿Cómo supieron que la batalla había terminado?

¿Cuando dejábamos de disparar? 

[Se ríe.] 

No, es una buena pregunta. Más o menos, no sé, alrededor de las 0400 las cosas comenzaron a calmarse. Ya no se veían tantas cabezas sobre el muro. El gemido comenzó a desaparecer. Los oficiales no nos dijeron que el ataque estaba por terminar, pero uno podía verlos mirando por los periscopios y hablando por la radio. Uno podía verles el alivio en la cara. Creo que el último disparo fue casi a la madrugada. Después de eso, simplemente nos quedamos esperando el amanecer. 

Daba un poco de miedo, ver el sol levantándose sobre un anillo montañoso de cadáveres. Estábamos completamente encerrados, por todos los lados había un muro de al menos seis metros de alto, y de más de treinta de grosor. No estoy seguro de cuántos matamos ese día, los número varían según a quién le pregunte. 

Unos Humvees con palas en el frente tuvieron que abrir un camino a través de la muralla para dejarnos salir. Todavía había algunos Gs vivos, algunos retrasados que habían llegado tarde a la fiesta, o que habían tratado de trepar sobre sus compañeros muertos y no pudieron lograrlo. Cuando comenzamos a apartar los cuerpos, algunos salieron retorciéndose. Esa fue la única vez que el señor Lobo entró en acción.

Por lo menos no nos tocó quedarnos para hacer el SC. Había otra unidad esperando en reserva para la limpieza. Supongo que el duro pensó que ya habíamos hecho más que suficiente ese día. Caminamos veinticinco kilómetros hacia el occidente y montamos un campamento con torres de vigilancia y paredes de concertina. Estaba acabado. No recuerdo la ducha química de limpieza, ni cuando entregué mi equipo para desinfectarlo y mi arma para inspección: no se atascó ni una sola vez, ni a nadie del escuadrón. Ni siquiera recuerdo cómo me metí en mi bolsa de dormir.

Nos dejaron dormir todo lo que quisimos al día siguiente. Eso fue genial. Eventualmente me despertaron unas voces; todo el mundo hablaba, se reía y contaba historias. Era una vibra diferente, ciento ochenta grados comparada con la del día anterior. No puedo decirle exactamente lo que estaba sintiendo, quizá era lo que el presidente había dicho sobre “reclamar nuestro futuro.” Sólo sabía que me sentía bien, mejor que cualquier día de la guerra. Sabía que el camino por delante iba a ser jodidamente difícil. Sabía que nuestra campaña a lo largo y ancho de Norteamérica apenas estaba comenzando, pero bueno, como el presi lo dijo esa misma noche, era el comienzo del fin.

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