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miércoles, 2 de enero de 2013

49.- WORLD WAR Z - SIBERIA, SAGRADO IMPERIO RUSO

[La gente de estos tugurios vive en las condiciones más primitivas. No tienen electricidad ni agua corriente. Las chozas están agrupadas dentro de un muro construido con troncos de árboles. La más pequeña pertenece al padre Sergei Ryzhkov. Es un milagro que el viejo sacerdote siga siendo capaz de moverse. Su cojera revela una innumerable cantidad de heridas, de antes y durante la guerra. Su apretón de manos me permite notar que todos los huesos de su mano han estado rotos alguna vez. Y su intento de sonrisa muestra que los pocos dientes que no están negros y podridos, se cayeron hace ya mucho tiempo.] 

Para poder entender por qué nos convertimos en un “estado religioso,” y cómo ese estado comenzó con un hombre como yo, tiene que entender la naturaleza de nuestra guerra contra los muertos vivientes. 

Al igual que en muchos otros conflictos, nuestro más grande aliado fue el general Invierno. El terrible frío, reforzado y alargado por el cielo oscuro de todo el planeta, nos dio el respiro necesario para preparar nuestra tierra para la liberación. A diferencia de los Estados Unidos, nosotros peleábamos una guerra en dos frentes distintos. Teníamos la barrera de los Urales en el occidente, y las hordas asiáticas en el sudeste. Liberia ya había sido estabilizada, por fin, pero estaba lejos de ser totalmente segura. Teníamos tantos refugiados de India y de China, tantos zombies congelados que se reanimaban cada primavera. Necesitábamos esos largos meses de invierno para reorganizar nuestras fuerzas, armar a nuestra población, para inventariar y repartir nuestras grandes reservas de equipo militar.

No teníamos la misma industria de guerra que otros países. No teníamos un Departamento para el uso Estratégico de Recursos aquí en Rusia: no teníamos ninguna industria más allá de tratar de darle a nuestra población algo qué comer. Lo que sí teníamos era nuestro legado como un estado militar e industrial. Yo sé que en occidente se reían de nosotros por esa estrategia. “Iván el paranoico” —así era como nos decían— “construyendo tanques y bombas mientras su gente pide pan y mantequilla.” Sí, la Unión Soviética era retrógrada e ineficiente, y sí, eso quebró nuestra economía y la enterró bajo montañas de equipo militar, pero cuando la Madre Patria las necesito, esas mismas montañas fueron lo que salvó a nuestros hijos. 

[Señala hacia un desteñido cartel pegado a la pared. En él aparece la imagen fantasmal de un viejo soldado soviético, bajando de los cielos para entregarle una oxidada ametralladora a un joven y agradecido muchacho ruso. La frase en la parte de abajo dice “Dyedooshka, spaciba” (Gracias, abuelo).] 

Yo era el capellán de la trigésimo segunda división motorizada de artilleros. Éramos una unidad de Clase D; equipo de cuarta categoría, las armas más viejas de todo nuestro arsenal. Parecíamos extras de una película de la Guerra Patriótica, con nuestras sub-ametralladoras PPSH y nuestros rifles de percusión Mosin-Nagant. No teníamos sus nuevos y bien diseñados uniformes de combate. Usábamos las mismas túnicas que nuestros abuelos: lana áspera, mohosa, y llena de polillas que apenas si podía mantener el frío a raya, y no servía para proteger contra las mordidas. 

Teníamos un porcentaje de bajas muy alto, casi todo el combate era en las ciudades, y casi todas las muertes eran por culpa de las municiones defectuosas. Esas balas eran más viejas que cualquiera de nosotros; algunas habían pasado décadas en sus cajas, expuestas a los elementos desde que Stalin todavía respiraba. Uno nunca sabía cuándo tendría un “cugov,” cuándo se atascaría el arma justo en el momento en que un muerto estaba sobre uno. Eso pasaba mucho en la trigésimo segunda división motorizada de artilleros. 

No éramos tan metódicos y organizados como su ejército. No teníamos sus bonitas y eficientes formaciones Raj-Singh ni su doctrina de combate de “un disparo, un muerto”. Nuestras batallas eran torpes y brutales. Despedazábamos al enemigo con ametralladoras pesadas DShK, los incinerábamos con lanzallamas y misiles Katyusha, y los aplastábamos con las orugas de nuestros prehistóricos tanques T-34. Era un desperdicio ineficiente, y resultaba en un montón de muertes innecesarias. 

Ufa fue la primera gran batalla de nuestra operación ofensiva. Fue la razón por la que dejamos de entrar a las ciudades, y mejor nos dedicábamos a amurallarlas durante el invierno. Aprendimos muchas lecciones durante esos primeros meses, avanzando entre los escombros después de horas de ataques de artillería pesada, peleando manzana tras manzana, casa tras casa, cuarto tras cuarto. Siempre había demasiados zombies, demasiadas balas perdidas, y demasiados muchachos recién infectados.

Nosotros no teníamos las Píldoras L de su ejército. La única cura que teníamos para la infección era una bala. ¿Pero quién iba a tirar del gatillo? No iba a hacerlo uno de los otros soldados. Matar a uno de tus camaradas, incluso en un caso de misericordia como la infección, les recordaba mucho a los diezmos. Era una terrible ironía. Los diezmos le habían dado a nuestras Fuerzas Armadas el valor y la disciplina para hacer cualquier cosa que les ordenaran, cualquier cosa menos eso. Pedirle, o incluso ordenarle a un soldado que matara a otro, era cruzar un línea que podía llevar a un nuevo motín.

Por un tiempo, esa responsabilidad recayó en nuestros líderes, los oficiales y los sargentos mayores. No podríamos haber tomado una decisión más perjudicial. Tener que mirar a esos hombres a la cara, esos niños que estaban bajo tu responsabilidad, que habían combatido a tu lado, compartido tu pan y tu bolsa de dormir, a los que les habías salvado la vida, o que te habían salvado en más de una ocasión. ¿Quién puede concentrarse en sus responsabilidades de liderazgo después de cometer un acto como ese? 

Comenzamos a ver problemas notables entre nuestros oficiales de campo. Deserción, alcoholismo, suicidio —el suicidio se volvió casi una epidemia entre ellos. Nuestra división perdió cuatro líderes con experiencia, tres tenientes y un mayor, apenas durante la primera semana de campaña. Dos de los tenientes se metieron un tiro, uno justo después del hecho, y otro a la noche siguiente. Nuestro tercer líder eligió un método más pasivo, lo que más adelante llamamos “suicidio en el combate.” Se ofrecía de voluntario para misiones cada vez más peligrosas, actuando de manera irresponsable en vez de cómo un líder. Murió tratando de acabar con una docena de zombies usando sólo una bayoneta. 

El mayor Kovpak sólo desapareció. Nadie supo exactamente cuándo. Sabemos que ellos no se lo llevaron. El área había sido barrida por completo y nadie, absolutamente nadie podía salir del perímetro sin un escolta. Todos sabemos más o menos lo que le pudo haber pasado, pero el coronel Savichev hizo una declaración oficial en la que dijo que el mayor había sido enviado a una misión de reconocimiento y nunca regresó. Incluso lo recomendó para una condecoración póstuma de la Orden de la Rodino, primera clase. No se pueden detener los rumores una vez que comienzan, y no hay nada peor para la moral de una unidad que el saber que uno de sus oficiales ha desertado. No lo culpo, no puedo. Kovpak era un buen hombre, un gran líder. Antes de la crisis había estado tres veces en Chechenia y una vez en Dagestán. Cuando los muertos comenzaron a levantarse, no sólo evito que su compañía se sublevara, sino que los llevó a todos, a pié, con provisiones y con todos sus heridos desde Curta, en las Montañas Salib, hasta Manaskent en el Mar Caspio. Sesenta y cinco días, treinta y siete enfrentamientos. ¡Treinta y siete! Podría haberse convertido en instructor —se lo había ganado por mucho— e incluso lo habían llamado a formar parte del stavka por su experiencia en combate. Pero no, él se ofreció como voluntario para seguir combatiendo. Y ahora es considerado un desertor. Mucha gente los llamó “los segundos diezmos,” porque más o menos uno de cada diez oficiales se suicidó por esos días, un diezmo que estuvo a punto de poner fin a nuestros esfuerzos de guerra. 

La alternativa más lógica, la única que quedaba, era permitir que los muchachos lo hicieran ellos mismos. Aún recuerdo sus rostros, sucios y llenos de acné, con los ojos abiertos y enrojecidos mientras cerraban la boca alrededor de sus rifles. ¿Qué más podíamos hacer? No pasó mucho tiempo para que comenzaran a suicidarse en grupo. Todos los que habían sido mordidos en una batalla se reunían en el patio del hospital para tirar del gatillo al mismo tiempo. Supongo que era reconfortante, saber que no iban a morir solos. Probablemente era lo único que los tranquilizaba un poco. Porque estoy seguro de que yo no lo conseguía.

Yo era un hombre de Fé en un país que había perdido la suya mucho tiempo atrás. Las décadas de comunismo seguidas por una democracia materialista habían creado toda una generación de rusos que no conocían, ni necesitaban, del “opio del pueblo.” Como capellán, mis deberes se limitaban a recoger las cartas de los muchachos condenados para sus familias, y repartirles algo de vodka, si es que había. Mi labor era casi por completo inútil, lo sabía, y tal y como iban las cosas en nuestro país, no esperaba que nada pudiera cambiarlo. 

Pero todo cambió justo después de la batalla de Kostroma, apenas unas semanas antes del asalto oficial contra Moscú. Había ido a un hospital a administrar los últimos ritos a los infectados. Estaban en cuarentena, algunos de ellos con graves heridas, y otros aparentemente saludables y lúcidos. El primer muchacho que ví no podía tener más de diecisiete años. No había sido mordido, eso habría sido menos trágico. Los brazos de un zombie habían sido arrancados por las orugas de una torreta móvil SU-152, y lo único que quedó fueron unos jirones de carne colgando de unos huesos rotos, agudos y afilados como lanzas. Los huesos habían atravesado la túnica del muchacho, en un punto en el que unas manos sólo habrían podido agarrarlo. Estaba tirado en un catre, sangrando por la herida en su vientre, con el rostro pálido y el rifle temblando entre sus manos. Detrás de él había una fila de cinco muchachos infectados. Seguí el protocolo y les dije que rezaría por sus almas. Ellos se encogieron o asintieron cortésmente. Recibí sus cartas, como siempre, les ofrecí un trago, y les entregué un par de cigarrillos de parte de su oficial al mando. Aunque lo había hecho ya muchas veces, esa vez me sentí diferente. Algo se revolvía en mi interior, una sensación tensa y cosquilleante que se abrió paso a través de mi corazón y mis pulmones. Comencé a sentir que todo mi cuerpo temblaba mientras esos soldados apoyaban la boca de sus rifles bajo sus barbillas. “A las tres,” dijo el mayor de ellos. “Uno… dos…” No pudo seguir contando. El niño de diecisiete años salió volando hacia atrás y cayó al suelo. Los otros se quedaron mirando el agujero de bala en su frente, y luego la pistola humeante en mi mano, en la mano de Dios. 

Dios me estaba hablando, podía sentir sus palabras retumbando en mi cabeza. “No más pecadores,” me decía, “no más almas condenadas al infierno.” Era tan sencillo, tan simple. Las muertes a manos de los oficiales nos habían costado nuestros mejores hombres, y las muertes a manos de los propios soldados le estaban costando al Señor demasiadas almas buenas. El suicidio era un pecado a los ojos de Dios, y nosotros, sus sirvientes —los pastores de sus rebaños en la tierra— éramos los únicos que debíamos cargar con la cruz de liberar las almas de esos cuerpos infectados. Esa fue la explicación que le dí al comandante de la división cuando descubrió lo que había hecho, y el mensaje que enviamos a cada capellán en el campo de batalla, y luego a cada sacerdote civil a lo largo y ancho de la Madre Rusia. 

Lo que más tarde fue conocido como el acto de “Purificación Final” fue sólo el primer paso de una nueva ola de fervor religioso que superaría incuso a la revolución iraní de los 80s. Dios sabía que sus hijos habían sido privados de su amor por demasiado tiempo. Necesitaban una guía, algo que les diera valor y esperanza. Podría decirse que esa es la razón por la que resurgimos de esta guerra como una Nación de Fé, y hemos seguido reconstruyendo nuestro Estado con la Fé como piedra angular.

¿Son ciertas las historias de que esa filosofía se pervirtió en ocasiones, por razones políticas? 

[Hace una pausa.] 

No comprendo.

El presidente declarándose como cabeza única de la iglesia…

¿Acaso el líder de una nación no puede sentir el amor de Dios como todo el mundo?

¿Es cierto que se organizaron “escuadrones de la muerte” formados por sacerdotes, para asesinar gente con la excusa de que se estaban “purificando víctimas infectadas”? 

[Otra pausa.] 

No sé de qué me está hablando.

¿Acaso no es esa la razón por la que usted se alejó de Moscú? ¿La razón por la que vive aquí? 

[Hay un largo silencio. Se escucha el ruido de unos pass que se aproximan. Alguien toca a la puerta. El padre Sergei abre, y aparece un niño flaco y andrajoso. Su cara pálida y asustada está cubierta con manchas de barro. Habla rápidamente en el dialecto local, gritando y señalando hacia la carretera. El viejo sacerdote asiente solemnemente, pone una mano en el hombro del niño, y se dirige hacia mí.] 

Gracias por venir. ¿Me disculpa, por favor? 

[Mientras me levanto para marcharme, él abre un enorme cofre de madera que descansa a los pies de su cama, y saca una vieja Biblia y una pistola de la Segunda Guerra Mundial.]

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