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miércoles, 2 de enero de 2013

08.- WORLD WAR Z - BELÉN, PALESTINA


[Con su aspecto duro y sus modales pulidos, Saladin Kader podría ser una estrella de cine. Es amigable pero nunca exagerado, seguro de sí mismo pero no arrogante. Trabaja como profesor de planeación urbana en la Universidad Khalil Gibrán, y, naturalmente, es el amor platónico de todas sus estudiantes. Nos sentamos bajo la estatua del personaje que da su nombre a la Universidad. Como casi todo lo demás en una de las ciudades más pobladas de Medio Oriente, el bronce pulido de la figura brilla bajo el sol.] 

Nací y me crié en Ciudad de Kuwait. Mi familia era una de las pocas “afortunadas” que no fueron expulsadas después de 1991, cuando Arafat se alió con Saddam contra el resto del mundo. No éramos ricos, pero tampoco nos iba mal. Vivía confortablemente, quizá demasiado, podría decirse, y eso se notaba en mi actitud y en todo lo que hacía. 

Estaba viendo las noticias del canal Al-Yazira desde el mostrador del Starbucks en el que trabajaba todos los días al salir de la escuela. Era la hora pico de la tarde, y el lugar estaba lleno. Debería haber escuchado esa multitud, todos los gritos y las protestas. Estoy seguro de que el ruido allí era el mismo que se escuchaba en ese momento en el salón de la Asamblea General. 

Por supuesto, muchos pensábamos que era otra mentira de los sionistas, ¿quién no? Cuando el embajador israelí anunció ante la Asamblea General de la ONU que su país asumiría una política de “cuarentena voluntaria,” ¿qué se suponía que íbamos a pensar? ¿Se suponía que debía creer en esa absurda historia de que la rabia africana era en realidad algún nuevo tipo de virus que convertía a los muertos en caníbales sedientos de sangre? ¿Cómo puede alguien creer en semejante estupidez, especialmente si sale de la boca de tu más odiado enemigo?

Ni siquiera le presté atención a la segunda parte del discurso de ese gordo bastardo, la parte en la que ofrecía asilo, sin condiciones, a cualquier judío nacido de extranjeros, cualquier extranjero cuyos padres hubiesen nacido en Israel, cualquier palestino de los territorios previamente ocupados, o cualquier palestino cuya familia hubiese vivido dentro del territorio israelí. Esa última parte cobijaba a mi familia, refugiados de los ataques sionistas de la guerra del 67. Por recomendación de los líderes de la OLP, habían huido de su aldea creyendo que regresarían cuando nuestros hermanos egipcios y sirios expulsaran a los judíos hacia el mar. Yo nunca había estado en Israel, o lo que pronto sería absorbido dentro del Estado Unificado de Palestina. 

¿Qué creyó que había detrás de da decisión de Israel? 

Esto fue lo que pensé: Los sionistas estaban saliendo de los territorios ocupados, pero decían que era una retirada voluntaria, igual que en el Líbano y más recientemente en la Franja de Gaza, pero en realidad, justo como antes, éramos nosotros los que los habíamos expulsado. Ellos sabían que el siguiente golpe destruiría esa atrocidad ilegal que llamaban país, y para resistir ese golpe final estaban tratando de reclutar a los extranjeros judíos como carne de cañón y… y —me creí tan listo por pensar en esto— ¡llevarse también a todos los palestinos que pudieran para usarlos como escudos humanos! Yo creía saber todas las respuestas. ¿Quién no cree eso a los diecisiete años? 

Mi padre no estaba tan convencido de mi ingenio para la política. Él era un empleado de limpieza en el Hospital Amiri. Estuvo de turno la noche del primer contagio de rabia africana. Él no vio los cadáveres levantándose de sus camillas, ni la masacre de los pacientes y los guardias de seguridad, pero lo que vio después fue suficiente para convencerlo de que quedarse en Kuwait era un suicidio. Se decidió a salir el mismo día en que Israel hizo su declaración. 

Eso debió ser difícil de escuchar. 

¡Era una blasfemia! Traté de hacerlo entrar en razón, de convencerlo con mi lógica de adolescente. Le mostré las imágenes de Al-Yazira, las imágenes de la costa occidental del Nuevo Estado de Palestina; las celebraciones, las demostraciones. Cualquiera que tuviese ojos podía ver que la liberación estaba al alcance de nuestras manos. Los israelíes se habían retirado de los territorios ocupados y ya se estaban preparando para evacuar Al-Quds, ¡lo que antes llamaban Jerusalén! Todas las luchas de bandos, la violencia entre nuestros grupos de resistencia… sabía que todo terminaría cuando nos uniéramos para nuestro golpe final contra los judíos. ¿Acaso mi padre no podía verlo? ¿No podía entender que, en unos pocos meses o años, estaríamos regresando a nuestra tierra?, esta vez como libertadores, no como refugiados. 

¿Cómo se resolvió esa discusión? 

“Resolvió,” qué eufemismo tan condescendiente. Se “resolvió” después del segundo contagio, el más grande, en Al-Jahra. Mi padre ya había renunciado a su trabajo y vaciado su cuenta del banco… todo nuestro equipaje estaba empacado… los tiquetes confirmados. La televisión sonaba en el fondo, algo sobre las fuerzas antimotines de la policía cercando una casa. No se podía ver a qué le estaban disparando. El informe oficial culpaba de la violencia a unos “extremistas pro-occidentales.” Mi padre y yo estábamos discutiendo, como siempre. Estaba tratando de convencerme de lo que había visto en el hospital, de que para cuando nuestros líderes se dieran cuenta del peligro, sería demasiado tarde para todos nosotros.

Yo, por supuesto, le reproché su ignorancia, y su deseo de abandonar “la lucha.” ¿Qué más podía esperar de un hombre que se había pasado toda la vida limpiando los retretes de un país que trataba a nuestra gente tan mal como a los inmigrantes filipinos? Él no veía las cosas en perspectiva, había perdido su orgullo. Los sionistas le ofrecían promesas vacías de una vida mejor, y él estaba lanzándose tras ellas como un perro tras las sobras. 

Mi padre trató, con toda la paciencia que pudo reunir, de hacerme ver que él no sentía más amor por Israel que cualquiera de los mártires de Al-Aqsa, pero que parecía ser el único país que se estaba preparando para la catástrofe que se avecinaba, y el único que estaba dispuesto a recibir a nuestra familia.

Me reí en su cara. Luego solté la bomba: le dije que había entrado al sitio Web de los Hijos de Yasín y que ya estaba esperando el e-mail del agente de reclutamiento que operaba en Ciudad de Kuwait. Le dije a mi padre que podía largarse y trabajar como una puta en Yehud si eso era lo que quería, pero que la próxima vez que nos viéramos, sería cuando yo lo rescatase de un campo de prisioneros. Me sentí muy orgulloso de mis palabras y pensé que me había escuchado como a un héroe. Lo miré a los ojos, me levanté de la mesa, e hice mi última declaración: “¡Los seres peores, para Alá, son los que habiendo sido infieles en el pasado, se obstinan en su incredulidad!”

La mesa del comedor quedó en silencio. Mi madre clavó sus ojos en el piso y mis hermanas se miraron entre sí. Lo único que se escuchaba era la TV, las palabras desesperadas del reportero en vivo, diciéndole a todo el mundo que conservara la calma. Mi padre no era un hombre grande. Para entonces, creo que yo ya era más grande que él. Nunca antes lo había visto enojado, y creo que nunca lo vi levantar su voz. Pero vi algo en sus ojos, algo que no pude reconocer, y de pronto lo tuve sobre mí, un torbellino de rayos que me arrojó contra la pared y me golpeó tan fuerte que mi oído izquierdo quedó silbando. “¡VAS a ir!” gritó mientras me agarraba por los hombros y me golpeaba una y otra vez contra la pared de aglomerado. “¡Yo soy tu padre! ¡Me obedecerás!” Su siguiente golpe nubló toda mi visión. “¡TE IRÁS CON TODA TU FAMILIA, O NO SALDRÁS VIVO DE ESTE CUARTO!” Más gritos, agarres, golpes y empujones. No entendía de dónde había salido ese hombre, ese león que había reemplazado a mi dócil y frágil excusa de padre. Un león que protegía a sus cachorros. Él sabía que el miedo era la única arma que le quedaba para salvar mi vida, y si yo no le temía a la plaga, maldita sea, ¡iba a temerle a él! 

¿Y funcionó? 

[Se ríe.] 

Valiente mártir que resulté, creo que estuve llorando todo el camino hasta El Cairo. 

¿Cairo? 

No había vuelos directos desde Israel hasta Kuwait, ni siquiera desde Egipto, desde que la Liga Árabe impuso sus restricciones de viaje. Teníamos que volar desde Kuwait hasta El Cairo, y luego tomar un autobús a través del desierto de Sinaí hasta el cruce de Taba.

Cuando nos acercábamos a la frontera, vi la pared por primera vez. Todavía no estaba terminada, eran sólo unas barras de acero levantándose desde unos cimientos de concreto. Yo había oído sobre el infame “cerco de seguridad” —¿qué ciudadano del mundo árabe no lo había oído?— pero siempre había pensado que sólo rodeaba la costa occidental y la Franja de Gaza. Allí afuera, en medio de aquel desierto, eso sólo confirmaba mi teoría de que los israelíes estaban preparándose para un ataque a lo largo de toda su frontera. Muy bien, pensé. Los egipcios por fin volvieron a descubrir dónde están sus pelotas.

En Taba, nos bajaron del autobús y nos ordenaron que camináramos, en fila, junto a unas jaulas que encerraban unos perros muy grandes y de aspecto feroz. Pasamos uno por uno. Un guardia fronterizo, un africano negro y flaco —yo no sabía que había negros judíos— nos hacía señas con la mano. “¡Esperen ahí!” dijo en un árabe casi irreconocible. Luego, “¡usted, venga!” El hombre frente a mí en la fila era viejo. Tenía una larga barba blanca y se apoyaba en un bastón. Cuando pasó junto a los perros, estos enloquecieron, aullando y ladrando, tratando de morder y embestir las paredes de sus jaulas. Instantáneamente, dos tipos grandes en ropas de civil se pusieron al lado del viejo, diciéndole algo al oído y llevándoselo lejos. Pude ver que el viejo estaba herido. Su dishdasha estaba rasgada a la altura de la cadera, con una mancha marrón de sangre. Con toda seguridad, esos hombres no eran médicos, y la camioneta negra y sin distintivos a la que lo llevaron no era ninguna ambulancia. Malditos, pensé mientras los familiares del anciano lo reclamaban llorando. Están descartando a los que son muy viejos o enfermos como para serles útiles. Luego fue nuestro turno de pasar por el camino de los perros. No me ladraron a mí, ni al resto de mi familia. Creo que uno de ellos sacudió la cola cuando mi hermana le extendió la mano. Sin embargo, el hombre que pasó después de nosotros… otra vez los ladridos y aullidos, y otra vez los tipos de civil. Volteé para mirarlo, y me sorprendí al ver un hombre blanco, americano quizá, o canadiense… no, tenía que ser americano, su inglés era muy ruidoso. “¡Vamos, estoy bien!” gritó mientras forcejeaba. “Vamos hombre, ¿qué pasa?” Iba bien vestido, de traje y corbata, y una maleta que le hacía juego, la cual fue arrojada a un lado cuando comenzó a luchar con los israelíes. “¡Vamos hombre, no te metas conmigo! ¡Soy uno de ustedes! ¡Vamos!” Se le rompieron los botones de la camisa, revelando un vendaje cubierto de sangre alrededor de su vientre. Seguía gritando y pateando cuando lo metieron detrás de la camioneta. No lo entendía. ¿Por qué esas personas? Era claro que no se trataba de ser árabe, y ni siquiera era por estar herido. Vi a varios refugiados con heridas graves que pasaron tranquilamente sin ser molestados por los guardias. Los escoltaron hasta unas ambulancias, ambulancias de verdad, no las camionetas negras. Sabía que tenía algo que ver con los perros. ¿Estaba detectando infecciones de rabia? Esto era lo que tenía más sentido, y esa siguió siendo mi teoría durante el cautiverio en las afueras de Yerohán. 

¿El campamento de reubicación? 

Reubicación y cuarentena. En esos días, yo lo veía sólo como una prisión. Era exactamente lo que me había imaginado que nos pasaría: las tiendas, el hacinamiento, los guardias, el alambre de púas, y el ardiente y mortal sol del Desierto de Neguev. Nos sentíamos como prisioneros, éramos prisioneros, y aunque nunca tuve el coraje de decirle a mi padre “te lo dije,” él podía leerlo claramente en mi expresión de amargura.

Lo que nunca me imaginé fueron todos esos chequeos médicos; todos los días, y por todo un ejército de personal médico. Sangre, piel, pelo, saliva, incluso orina y heces… era agotador, humillante. Lo único que lo hizo soportable, y probablemente lo que evitó un motín general entre los musulmanes detenidos, fue que casi todos los médicos y enfermeras que realizaban los exámenes eran también palestinos. Los exámenes de mi madre y mis hermanas los realizó una mujer, una americana de un lugar llamado Jersey City. El hombre que nos examinó era de Jabalia, en Gaza, y él mismo había estado allí detenido sólo unos meses antes. Todo el tiempo nos decía, “Tomaron la decisión correcta al venir aquí. Ya lo verán. Ya sé que es difícil, pero verán que era la única salida.” Nos dijo que todo era verdad, todo lo que los israelíes habían dicho. Todavía no era capaz de creerle, a pesar de que una parte de mí quería hacerlo. 

Estuvimos en Yerohán por tres semanas, hasta que nuestros documentos fueron procesados y nuestros exámenes médicos dieron el resultado que buscaban. Usted sabe como era, en todo ese tiempo ni siquiera miraron nuestros pasaportes. Con todo lo que había trabajado mi padre para que nuestros documentos oficiales estuviesen en orden. Creo que eso era lo que menos les importaba. A menos que el Ministerio de Defensa Israelí o la policía lo estuviesen buscando a uno por actividades previas “no-kosher,” lo único que importaba era el estado de salud. 

El Ministerio de Desarrollo Social nos entregó vales para adquirir una vivienda subsidiada, educación gratuita, y un trabajo para mi padre con un salario suficiente para sostener a toda la familia. Es demasiado bueno para ser verdad, pensé mientras subíamos al autobús rumbo a Tel-Aviv. El martillo caerá sobre nosotros en cualquier momento. 

Y lo hizo cuando llegamos a la ciudad de Beer-Sheva. Yo estaba dormido y no escuché los disparos, ni ví cuando el parabrisas se rompió en mil pedazos. Me desperté al sentir el autobús sacudiéndose sin control. Chocamos contra el costado de un edificio. La gente gritaba, vidrios y sangre regados por todas partes. Toda mi familia estaba cerca de una salida de emergencia. Mi padre expulsó la puerta de una patada y nos empujó hacia la calle. 

Había disparos, parecían salir de todas las puertas y las ventanas. Pude ver que eran soldados contra civiles, estos últimos con armas y bombas hechizas. ¡Al fin! pensé. ¡Mi corazón quería saltar de mi pecho! ¡Ha comenzado la liberación! Antes de que pudiese hacer algo, antes de poder unirme a mis compatriotas en batalla, alguien me agarró por la camiseta y me empujó a través de la puerta de un Starbucks. 

Fui arrojado al piso, a un lado de mis familiares. Mis hermanas lloraban mientras mi madre trataba de cubrirlas con su propio cuerpo. Mi padre tenía una herida de bala en un hombro. Un soldado del ejército israelí me empujó contra el suelo, manteniendo mi cabeza alejada de la ventana. Me hervía la sangre; comencé a buscar cualquier cosa que pudiese ser usada como arma, quizá hasta un trozo de vidrio para clavárselo en el cuello a ese maldito yehud.

De repente, una de las puertas traseras del Starbucks se abrió. El soldado volteó hacia ella y comenzó a disparar. Un cuerpo ensangrentado cayó al suelo justo frente a nuestros ojos, y una granada salió rodando de su temblorosa mano. El soldado agarró la bomba y trató de arrojarla a la calle. Explotó en el aire. Su cuerpo nos protegió de la explosión. Cayó sobre el cuerpo de mi compatriota árabe asesinado. Excepto que no era un árabe. Cuando mis lágrimas se secaron, ví que en la cabeza traía unos payot y una yarmulka, y un tzitzit ensangrentado colgaba a un lado de sus pantalones desgarrados. Aquel hombre era un judío, ¡los rebeldes armados en las calles eran judíos! La batalla a nuestro alrededor no era un levantamiento de insurgentes palestinos, sino los inicios de la Guerra Civil Israelí. 

En lo personal, ¿cuál cree que fue la causa de esa guerra? 

Creo que fueron muchas causas. Sé que la repatriación de los palestinos no fue una decisión popular, ni la retirada de las orillas occidentales. Estoy seguro que el Plan Estratégico de Reubicación de Poblaciones debió enojar a una buena parte de su gente. Un montón de israelíes tuvieron que ver cómo demolían sus casas para darle espacio a esos complejos residenciales fortificados y autosuficientes. Lo de Al-Quds… esa fue la última gota. El gobierno de la Coalición decidió que ese era su mayor punto débil, demasiado grande como para controlarla, y dejaba un hueco que llevaba justo al centro de Israel. No sólo evacuaron esa ciudad, sino también desde Nablus hasta el corredor de Hebrón. Pensaban que construir una muralla más baja a lo largo de la demarcación de 1967 era la única manera de asegurar una total seguridad, sin importar las represalias de sus propios grupos religiosos de derecha. Me enteré de todo eso mucho después, usted sabe, y también que la única razón por la que el ejército israelí triunfó al final, fue porque la mayoría de los rebeldes provenían del movimiento ultraortodoxo, y por lo tanto nunca habían prestado servicio en las fuerzas armadas. ¿Usted sabía eso? Yo no. Me di cuenta de que no sabía prácticamente nada acerca de esa gente que había odiado toda mi vida. Todo lo que creía cierto se desvaneció ese día y fue reemplazado por el rostro de nuestro verdadero enemigo.

Iba corriendo con toda mi familia hacia la parte trasera de un tanque israelí, cuando una de esas camionetas negras dobló la esquina. Un mortero la golpeó directamente en el motor. La camioneta salió despedida por los aires, aterrizó al revés, y explotó en una brillante bola de fuego naranja. Todavía me faltaban algunos pasos para alcanzar las puertas del tanque y tuve el tiempo exacto para ver cómo sucedía todo. Unas figuras se deslizaron fuera de la camioneta en llamas, lentas antorchas humanas, cuyas ropas y piel estaban cubiertas de gasolina ardiente. Los soldados a nuestro alrededor comenzaron a dispararle a las figuras. Podía ver los pequeños agujeros en sus pechos a medida que las balas los atravesaban sin producir daños. El líder de escuadrón a mi lado gritó: “¡B’rosh! ¡Yoreh B’rosh!” y los soldados ajustaron sus visores. Las… las cabezas de las criaturas estallaron. La gasolina terminó de consumirse cuando cayeron al suelo, sólo unos cadáveres carbonizados y sin cabeza. De pronto entendí lo que mi padre había estado tratando de advertirme, ¡lo que los israelíes habían estado tratando de advertirle al resto del mundo! Lo que no pude entender fue por qué el resto del mundo no quiso escucharlos.

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